Sus dedos teñían el agua de color escarlata, como si fuera sangre. La tela pasaba varias horas de cocción sumergida en el tinte hasta que adquiría la tonalidad adecuada; después, se aclaraba en la corriente del río. Morgause tenía las manos rojas, más que por el colorante, por el agua helada. Apenas faltaba media hora para el crepúsculo y una brisa inquieta y fría avivaba las ramas de los árboles. La pequeña cabaña se hallaba enclavada en el claro de un bosque junto al lecho de un riachuelo cuyo cauce lo atravesaba de este a oeste; a su lado había un pequeño huerto y un cobertizo que hacía las veces de establo.
Un pájaro negro y enorme se posó en el hombro de Morgause.
-¡Maíz! ¡Maíz!- graznó el cuervo.
-Tranquilo muchacho aún no es la hora de cenar…
-¿Maíz?- el pájaro la miró a los ojos y ella sonrió indulgente. Echó a andar hacia la casa mientras se secaba las manos con el delantal. Era una mujer menuda y delgada, de facciones alargadas y grandes ojos oscuros. Su rasgo más destacable era su espesa melena cobriza; brillante y sedosa, relumbraba como el fuego.
El cuervo de un salto voló hasta el alféizar de la ventana. Antes de entrar, los ojos de Morgause se detuvieron en el sendero que se abría hacia el bosque. “Alguien se acerca”- pensó. Ya dentro, puso algunas verduras a hervir en la lumbre y se adecentó un poco: cepilló su largo cabello, se quitó el delantal y se echó el manto encima, disponiéndose a recibir al visitante. Apenas unos instantes después escuchó el eco de los cascos de un caballo por el camino, sin duda precedido por su montura. Salió a recibirlo.
Apareció entonces un hombre rubicundo y alto asiendo de las riendas un percherón bruno. Su rostro recio pero aún juvenil manifestaba la fatiga del viaje aunque esbozaba una sonrisa.
-O sois un majadero o muy osado; estos caminos son intransitables en esta época. No esperaba visitas hasta la primavera.
La voz de la mujer resonó en la extensión desarbolada, alta y cristalina.
-Tal vez sea un necio señora, pero la necesidad obliga- bramó el hombre- Morgause… tenéis buen aspecto.
Ella asintió, complacida.
-Ocupaos de vuestro caballo y entrad, me temo que ésta noche necesitaréis cobijo.- Dicho esto Morgause cruzó el umbral. Momentos después el hombre la encontró avivando el fuego y removiendo un guiso que le hizo la boca agua. Se sentó en un banco junto al hogar mientras la mujer servía el caldo humeante en unas escudillas; puso un puñado de granos de maíz sobre la mesa y fue a sentarse junto a él.
-¿Todavía no os habéis desecho de ese pájaro de mal agüero? Con razón se dice que sois bruja- rió.
Morgause, que soplaba el ardiente líquido, contestó sin apenas levantar los ojos.
-Lo que se diga o se deje de decir no es cosa que me concierna. Y ahora decidme Jacobo ¿A qué habéis venido?
Dispuesto a beber, Jacobo paró en seco su movimiento y la miró sorprendido.
-Morgause, ¿Qué mal os he hecho para que me tratéis con tanta frialdad? Si durante todos estos años no he regresado, fue en atención a vuestras súplicas. Esperaba que el tiempo os hubiera ablandado un poco el corazón…
La mujer escuchó sus palabras clavando la vista en las llamas, dominada por recuerdos de tiempos pasados. Frente aquel mismo fuego, un invierno años atrás, su corazón había mostrado pruebas de debilidad ante aquel hombre. Un amor cuyo significado en su vida se había revelado meses después de su partida, sembrando de dudas una voluntad que desde muy niña se había manifestado inquebrantable. De forma inflexible había rechazado sus proposiciones de matrimonio, rehusando agachar la cabeza ante un varón. Le agradaba la idea de tenerlo como amante, pero la determinación de aquel muchacho era sólida, y la elección de ella no lo fue menos: no renunciaría a su libertad. Además de sus caricias Morgause tan sólo añoraba una cosa, aún a riesgo de escandalizar a su antiguo amigo, y es que la suerte no le hubiese concedido un hijo fruto de aquellos momentos, pues eran escasas las ocasiones que le proporcionaba la solitaria existencia que había elegido.
Morgause se levantó para servirle un vaso de vino caliente y especiado.
-No creo Jacobo que hayáis venido hasta aquí para hablar del pasado- dijo en tono conciliador.- Han transcurrido ya demasiadas estaciones, y con ellas, imagino, que la vida habrá seguido su curso. Contadme pues a qué se debe vuestra visita.
Jacobo cambió el semblante, de sobra sabía lo arduo que resultaba hacer frente a la gracia de aquella mujer.
-Vengo a pediros ayuda…
Dudó un instante pero ella le hizo un gesto para alentándole a continuar.
-Hace tres años me casé con una muchacha de la Isla de Mona, Anna.- Aunque Morgause lo esperaba, tuvo que dominar un temblor.
-Ella es la razón por la que estoy aquí –continuó.- Se cuentan tantas historias sobre la hechicera del bosque… que insistió en que viniera. Cree que puedes ayudarnos, aunque ignora que nos conocemos.
-Una mujer inteligente la tuya, si sabe cuándo ha de pedir ayuda. ¿Ha tenido algún aborto?
-No, ninguno –Jacobo respondió asombrado ante la clarividencia de la mujer.
-Bien. Existe un remedio bastante eficaz. Deberá tomarlo en infusión durante tres meses, empezando justo una semana después de la sangre lunar, y dejarlo cuando ésta regrese o bien si queda en estado. Lo prepararé al amanecer.
-¿Cómo podría agradecéroslo?
Morgause, con el vaso de vino caliente en la mano, se acercó a la pequeña alacena y mezcló algunas especias.
-No son más que hierbas que crecen por doquier, lo importante corre de vuestra cuenta- se volvió y detuvo sus ojos en los de aquel hombre que la miraba con una especie de devoción. Y ahora, bebed- añadió.- Os reconfortará.
-Sois muy amable.
Jacobo dio unos cuantos sorbos de la bebida sintiéndose algo más tranquilo. Miró a la mujer que parecía sonreír al fuego; los años no habían tratado mal a Morgause, si acaso la habían dotado de una belleza algo más sosegada. Por un instante fue como si el tiempo no hubiese pasado y sintió deseos de suplicarle que entonara alguna canción como solía hacer antaño, pero el pudor le hizo cerrar la boca. Se sentía extraño, el calor de las ascuas comenzó a atontarlo; percibió el cansancio del camino. A la luz de las llamas el pálido rostro de Morgause resplandecía, sus ojos oscuros parecían carbones al rojo. El cuervo empezó a revolotear por toda la estancia mientras chillaba -¡Bebed! ¡Bebed!– Jacobo lo siguió con la mirada: batía sus enormes alas negras de un modo anormalmente lento- ¡Bebed! ¡Bebed!- Sus miembros comenzaron a adormilarse. El vaso se le escurrió entre los dedos y cayó al suelo derramando el líquido violáceo.
-Jacobo ¿Os encontráis bien?- la expresión de Morgause no demostraba inquietud; media sonrisa se dibujaba en sus labios. El cuervo posado ahora en su hombro, aleteaba despacio, sacudiendo sus formidables alas, envolviéndolo todo en una espiral de oscuridad que embriagaba sus sentidos -¡Bebed!
(…)
Un tímido rayo de sol procedente de la ventana le hería tenuemente los ojos; excepto por aquel detalle, Jacobo tuvo un dulce despertar. Se encontraba solo pero el aroma a hierba de Morgause impregnaba el lecho y toda la casa. Se desperezó un poco y comenzó a vestirse mientras, bastante confuso, intentaba recodar los acontecimientos de la noche.
El día, apenas nublado, era frío y ventoso. Miro al cielo intentando calcular cuándo comenzarían las lluvias y si tendría tiempo para hacer el camino de regreso. Encontró a Morgause arrodillada junto al lecho del río, lavando; frotaba enérgicamente, apartándose de vez en cuando los dorados mechones que rebeldes le caían sobre la cara. Se acercó hasta ella.
-Me alegro de que os encontréis mejor- dijo la mujer sin volverse.- Me temo que anoche no os sentó bien el vino.
-No entiendo qué me sucedió.
-Estabais agotado, cabalgasteis en una jornada lo que cualquier experto jinete hace en dos- dijo ella volviéndose al fin.-No le deis más importancia, el vino y el fuego hicieron el resto.
Tenía las mejillas sonrosadas y estaba muy hermosa.
Jacobo distinguió al cuervo parado en un árbol cercano, observando con atención la escena. Sintió ganas de marcharse.
-¿Cómo os puedo agradecer todo lo que habéis hecho?
Ella hizo un gesto quitándole importancia.
-Tal vez algún día podáis regresar con vuestro hijo.
Sus miradas se detuvieron, los ojos del uno en el otro; Jacobo tuvo un estremecimiento que no supo reconocer.
-Será mejor que salgáis lo antes posible- continuó Morgause mientras sumergía de nuevo las manos en el agua- el día amenaza lluvia, y en tal caso ese percherón pasicorto que lleváis será más un incordio que una ayuda. He guardado en las alforjas el remedio para vuestra esposa y algo de agua y comida.
Jacobo sonrió agradecido; fue hacia el establo y encontró al caballo ensillado y dispuesto. Subió a él, tomando la dirección del sendero. Dirigió una última mirada a la mujer que permanecía arrodillada. Hizo un gesto de asentimiento, levantó la mano para despedirse, y sin más demora, azuzó a la bestia y partió sin mirar atrás.
Morgause permaneció quieta observando cómo Jacobo se alejaba, con la certeza de que nunca más volvería a ver a su amante. En la superficie plateada del río, el reflejo de su rostro le devolvió una sonrisa satisfecha, tranquila.
-¿Maíz?- graznó el pájaro desde la rama. Morgause, que continuaba sonriendo, se puso de pie despacio encaminándose hacia la casa. El pájaro voló hasta su hombro.
Con actitud soñadora, la bruja acariciaba despacio su vientre.
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