El ángel que bailaba entre las cenizas.
Cuando el fuego asoló toda aquella parte de la ciudad, todo quedó reducido a cenizas, solo un viejo teatro que apenas era capaz de tenerse en pie, puebla ahora las colinas marchitas. Negro y gris, sobrevivía aunque la madera quisiera caerse y las pocas figuras que quedaran estaban corroídas por la humedad que se colaba por cada rendija.
La troupe que habitaba ese lugar, estaba compuesta por despojos de la sociedad que aunque con talento, ya no eran capaces de atraer al público al temer que le edificio se desplomase sobre ellos. Solo Angie, la nieta de madame Reshack, era capaz de encandilar a algún incauto con su hermosa danza y sus inocentes ojos claros. La pequeña ángel bailaba día y noche entre las cenizas que caían, intentando atraer al lugar a cualquiera que deseara gastar algunas monedas en una diversión inocente.
Pero las deudas aumentaron hasta hacerse imposibles de pagar, por lo que aquellos que se sintieron estafados por la jefa del lugar, aplicaron su castigo sobre la niña. Una noche, varios matones a sueldo entraron y tras destrozar el lugar, rompieron las piernas de la niña dejándola lisiada de por vida.
-Sin nuestro único medio de subsistencia, solo queda esperar a la muerte o huir para encontrar una vida mejor -explicó Madame Reshack y prácticamente todos los actores escaparon como ratas, dejando tras de si el olor a cloaca y las máscaras abominables que usaban para las funciones.
Los pocos que quedaron, ansiaron un golpe de suerte que les salvase y llegó en forma de traje blanco y modales exquisitos. Angie le vio entre bastidores, ocupando un asiento en primera fila y con la platea vacía. Era atractivo, pero tenía una de esas caras comunes y corrientes, de las que te olvidas cuando dejas de mirarle durante unos instantes. Mejor así, algo había en él que no le gustaba y prefería que se convirtiera en un recuerdo fugaz.
Tras acabar la función, aplaudió y pidió conocer a todos los que formaban la compañía. Al ser presentados, aquella horrible sensación se amplificó cuando le vio sonreír de forma amistosa y pidió hablar con ella y su abuela en soledad. La anciana accedió rápido, hipnotizada como los demás por el encanto de ese hombre. Cuando estuvieron solos en su despacho, únicamente tuvo una petición.
-Desearía ver bailar a Angie una vez, le pagaría bien -aseguró, ante lo que la mujer tuvo que responder con tristeza.
-Mi señor, como verá, eso es imposible. Unos desaprensivos que no querían esperar a que les pagara, decidieron cobrarse los intereses con sus pobres piernecitas.
-¿Y si yo te las devolviera, Angie? ¿Bailarías entonces para mí?
Ella deseaba negarse y salir corriendo, pero al ver la cara suplicante de su abuela tuvo al menos que reconsiderarlo, preguntar qué iba a ocurrir.
-¿Y cómo puede hacer eso? ¿Es un diablo? -el hombre se rió y negó.
-No, sólo soy un juguetero, arreglo juguetes rotos como tus piernas, aunque necesito tanto poder, que debo poner precios altos.
-¿Y qué tendría que pagar a cambio?
-Un baile para mí y diez para tu compañía.
-¿Y no habría más problemas? -insistió ella esperanzada.
-No, verás… -comenzó a decir triste-. Si me dejaras arreglarte, tendría que ponerte cuerdas para conseguir hacerte caminar.
-¿Cuerdas? ¿Como los títeres? Pero yo no soy una muñeca.
-No, pero es la única forma de ayudarte. Te pondré once cuerdas, dos para cada mano, para cada pie, la cintura y una para sostener tu cuello -le explicó-. Fuera del escenario de este lugar, podrás bailar, caminar y saltar siempre que quieras… pero si pones un solo pie en él, tendré que cortar una de las cuerdas que te sostiene.
-¿Y qué pasaría cuando cortase todas? -insistió la pequeña.
-Cuando corte la décima, morirías. La undécima te ahorcaría.
-Nunca consentiríamos algo así mi amor -aseguró la mujer abrazándola-. ¿Qué haríamos sin tu alegría? Pero necesitamos comer y pagar las facturas, lo sabes.
La chiquilla lo sabía, así que con todo el dolor de su corazón, aceptó aquel trato deseando poder ayudar a los suyos a salvarse. El juguetero le colocó cintas suaves con dos hilos que colgaban a los lados, cuando se agarraban, estos se levantan y crecían hasta alcanzar el techo, como si un titiritero la manejara tras la madera. En el momento en que todas las sujeciones estuvieron colgadas, él le pidió levantarse y Angie pudo obedecerle, la niña correteó a su alrededor feliz bailando con mayor talento y belleza que nunca. Era como si lejos de haber estado lisiada, hubiera estado practicando aquellos días a todas horas. Feliz, bailó para él lejos del escenario y el hombre entregó unas tijeras de oro a madame Reshack, advirtiéndole que las necesitaría para cuando subiera a este.
Cuando el hombre se marchó, intentaron quemar el objeto en el fuego e incluso enterrarlo, pero siempre volvía a la mesa del despacho de la abuela. La chiquilla les pidió que aceptaran aquel trato como ella había hecho.
Al día siguiente, cogió su vestido blanco favorito, se fue al corazón de la ciudad y bailó para todos los allí presentes, encandilándoles como nunca había hecho, atrayéndoles hasta el teatro con sus pasitos delicados y su sonrisa angelical. Al pisar el escenario, vio a ese hombre a un lado, tijeras en mano, y antes de que pudiera irse de allí, cortó una cuerda y sus piernas se movieron solas, alcanzando piruetas increíbles ante los ojos atónitos de los que allí había.
Tristemente, aquello no solo maravilló a los allí presentes.
Angie no supo qué cambió tras aquel día en su hogar, pero era como si una inmensa sombra se hubiera apoderado de cada rincón. Los querubines ennegrecidos la miraban con intenciones siniestras, como si se dedicaran a vigilarla, cada lugar donde antes había luz, la oscuridad lo había engullido y la seguía a cada movimiento, como si se hubiera obsesionado con ella como sus antiguos protectores. Las risas habían sido sustituidas por una versión más falsa y cruel; la felicidad, por la tristeza anidó en el corazón de la niña, haciendo que ansiara huir de aquel lugar donde todo estaba prohibido. Todo, menos bailar en el escenario una vez al año, donde veía al juguetero cortar una a una, las cuerdas que la encadenaban a una existencia miserable.
Siempre salía acompañada, no tenía ni un momento de soledad y en los ojos de todos, una sombra codiciosa se había establecido. Y aunque la luz artificial, el pan de oro y los lujos hubieran intentado esconderlo, ahí seguía todo aquel mal, acechándola como si fuera una prisionera en el que fue su hogar; lo único que permanecía era el olor a humedad y madera quemada que tanto la mareaba.
Una noche, asustada ante todo ese horror, decidió escapar. Cuando todos dormían, incluyendo el guardián de la puerta de su cuarto, se escabulló por la ventana y se arrastró por la negrura de la noche que le inspiraba mayor seguridad que su antiguo hogar. Corrió desesperada, huyendo del teatro monstruoso que se alzaba a sus espaldas… apenas salió de la ciudad, los demás actores del circo le dieron caza y la devolvieron a su prisión. Madame Reshack, ataviada con pieles día y noche y cuyo gesto dulce se había ido afilando con el paso del tiempo, la abofeteó hasta que la pequeña fue incapaz de abrir los ojos.
-Pequeña ingrata, con todo lo que te he dado -decía con voz cruel-. No permitiré que te marches. Nunca.
Le partieron las piernas de nuevo para que no pudiera huir, la encerraron en el sótano y la encadenaron a la pared para que nunca pudiera escapar; ni de su prisión, ni de captores, que ante la orden de su abuela, pudieran dar rienda suelta su maldad con ella.
Cada noche después de aquella, la carcasa que era su cuerpo aguantó golpes y gemidos roncos, dolor y degradación a partes iguales, mientras la obligaban una vez al año a salir a bailar al escenario; maquillando su ya perdida inocencia con polvos blancos y focos deslumbrantes; sustituyendo su rosada sonrisa por pintalabios carmesí. Lo único que no podían arrebatarle era la verdad sobre la pena de sus ojos, porque se lo habían grabado a fuego con su maldad.
Ahora era capaz de ver hermosas las máscaras de carnaval, ya que eran solo un pálido reflejo de lo que ocultaban aquellos rostros falsamente hermosos y que había creído amigos. De la misma forma que miraba a aquellas caras vacías de público esperando encontrar una que deseara salvarla de su destino. Pero tan solo el juguetero la miraba con compasión mientras cortaba, una a una, las cuerdas que le permitían moverse dentro del escenario como si fuera un hada encantada o una musa, porque fuera de él, su cuerpo estaba tan destrozado que ni estás podían ayudarla.
Años después, cuando solo faltaban dos, volvió a llegar la noche de su actuación y la obligaron a salir. Su sorpresa no fue saber que no cumplirían su promesa, demasiadas noches de dolor hacía la verdad demasiado evidente… su perplejidad vino al escucharse suplicar desesperada para que no la llevaran a la muerte. Se revolvió como el animal herido que era, arañó y golpeó sin fuerzas, recibiendo ella en cambio replicas más fuertes. Nada sirvió cuando notó la madera bajo sus pies, estos caminaron al centro, saludaron y su cabeza se giró para ver al juguetero cortar el último hilo.
Sintió cómo se ahogaba mientras su cuerpo se movía con mayor pasión y ligereza que nunca, sus uñas destrozaron su cuello intentando liberarse de la cinta que la ahogaba. Su sangre empapó su vestido blanco, su voz se desgañitó pidiendo ayuda, perdiendo el aire con demasiada rapidez. Sus lágrimas suplicantes quemaron sus ojos, que fueron apagándose a medida que la música llegaba a su fin… hasta que la melodía se detuvo y todos se levantaron a aplaudir, notó como su cuerpo casi sin vida, mostraba que en verdad q nunca dejó de ser una pobre muñeca rota. Se quedó quieta, colgando ante todos aquellos monstruos que la veían saludar. Para ella, sus ojos cerraron el telón y la dejaron descansar, mientras su dueño y señor la desenganchaba para llevársela con él. Nadie lloró por el pequeño ángel cuando desapareció, ni tampoco le añoró… el espectáculo tan solo continuó.
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