T - LA CANICA DE ACERO (II)

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reimundez
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LA CANICA DE ACERO (II)

Alquilé una habitación en el molino de viento, reconvertido en hostal para turistas, que contempló un período importante de mi infancia. Quise convertirme durante unos días en el mismo Fidel que tripuló la cometa y surcó el cielo buscando el país de la ilusión. Me sorprendió que, en la recepción, un inspector de policía requiriese mis datos y preguntara si conocía o estaba citado con alguien de los actuales clientes, pero se quedó en simple anécdota.
El primer día lo pasé recorriendo el molino, situado encima de un farallón donde el viento y la altura eran favorables. Estuve comparando cada rincón con la imagen nítida que conservaba en mi mente. La planta baja, el silo, donde los molineros cobijaban las mulas, estaba ahora convertida en dos, de forma que la inferior pudiera ser empleada para almacén. La escalera de caracol había sido reparada y ascendía hasta el techo del molino; la camareta, o primera planta, donde antes se efectuaba la limpieza del grano y servía para guardar los lienzos de las aspas y los utensilios de la molienda, se había convertido en una fila de habitaciones numeradas que desembocaba en un ventanillo adornado con el refulgente color rojo de un ejército de geranios; y la última planta, el moledero, lo que se denominaba la habitación de las piedras y que guardaba la maquinaria del molino, restaurada y habilitada para albergar cuatro habitaciones un poco más amplias que las demás, y con el aliciente de mejores vistas hacia el cerro. Todos los rincones se adornaban con curiosas exposiciones de alfarería y aperos de labranza.
Llegada la noche me retiré pronto a dormir porque el calor, el viaje y la emotividad de los primeros recuerdos hicieron que mi cuerpo lo exigiera. Estaba alojado en la planta superior, en la habitación situada más a la izquierda, desde la que se apreciaba a través del ventanillo el blanco inmaculado de la tela que cubría uno de los brazos del gigante.
Me desperté con sobresalto sobre las doce de la noche  y abrí los ojos como si con ellos tratara de comprobar que lo que había oído no era producto de ensoñación. Era… como… si algo se despeñara por cada peldaño de la escalera de caracol, algo pesado pero a la vez de reducido tamaño, algo… ¡una canica!... podría ser una canica… una canica de acero… Me levanté y repasé mis bolsillos uno a uno. No la encontré. Volví a revisarlos y comprobé con inquietud que mi canica de acero, mi amiga desde hacía cuarenta y dos años, no estaba en su lugar. Cuando corrí hacia la puerta y la abrí de un fuerte tirón casi tropiezo con una niña, tenía dos tirabuzones de color zanahoria y unos ojos glaucos que me miraban fijamente.
—Se me ha caído la canica de acero por las escaleras… No me dejan bajar a estas horas… ¿Podrías ayudarme?...
No supe qué contestar. Por un momento me olvidé de lo que había estado buscando y, sonriendo, asentí con la cabeza. Luego, avancé con paso firme por el reducido pasillo y descendí observando cada peldaño. Llegué hasta el almacén pero no encontré ni rastro de la canica. Volví sobre mis pasos arrastrando la mirada por la escalera y, cuando llegué a mi habitación, la niña había desaparecido. Elevé las cejas para comunicarme que quizá todo hubiera sido un sueño y regresé a la cama. A la mañana siguiente me desperté con la sensación de haber dormido profundamente, y ávido por recorrer los alrededores. Cuando estaba afeitándome eché en falta la caricia a mi canica de acero, y vino a mi memoria su ausencia de la pasada noche. Dejé la cuchilla en el lavabo y busqué en el bolsillo de mi pantalón. Allí estaba. Todo había sido un sueño, su falta, la niña de cabellos rojizos, la búsqueda… Era el molino de viento que jugaba con mis emociones incontroladas.
Fue tan intenso el día que a las diez de la noche dormía plácidamente sin preocuparme de la cena tradicional que se desarrollaba al aire libre, en las inmediaciones del molino, donde las gachas y migas junto con el vino y el mejor pan del mundo se acompañaban con los cánticos del “Día de la Llueca”, hechos a través de un bollo hueco que la gente colocaba en sus manos y al que se le ponían unas bolillas de anís.
No sé si fue el calor, la inquietud, un mal sueño… que en la media noche me desperté atemorizado. Tuve un presentimiento y salí a la puerta dándome de bruces con ella, la niña de los tirabuzones color zanahoria y ojos de un verde claro que se perdían suplicantes en los míos…
—Por favor… sé que ayer no me porté bien contigo pero… ¿Quieres ayudarme?... La canica de acero… Se me ha vuelto a caer y a estas horas no dejan que me mueva de mi habitación, alguien podría hacerme daño…
No supe reaccionar de otra manera, aquella mirada me desarboló. Corrí hacia la escalera tratando de contener el casi imperceptible deslizar de la canica y el golpe seco al despeñarse de uno a otro peldaño. Pero cuando llegué al almacén tuve la misma sensación de fracaso que la noche anterior. Volví a la habitación. La niña se había ido.
Por la mañana me despertó el ir y venir de personas por los pasillos y la algarabía en recepción, así como la sirena de una ambulancia. Hasta entonces no había sentido curiosidad por saber qué estaba pasando, pero los últimos incidentes hicieron que, en el almuerzo, tratara de indagar sobre lo sucedido. Me dijeron que creían que un cliente que ocupaba con su esposa una habitación en la segunda planta, se había suicidado envenenándose, pero desconocían si era cierto. Sentí escalofríos y llegué a plantearme en adelantar mi marcha. Fue tal mi desconcierto que olvidé por completo comprobar si la canica de acero había vuelto a mi bolsillo.
Esa noche no pude dormir. A las dos de la mañana sentí tres golpes en la puerta dados con suavidad. Me alarmé. Creo que fue algo instintivo lo que me hizo revisar mi bolsillo antes de abrir: la canica de acero no estaba. Entreabrí, y cuando lo hice no encontré a nadie. La luz del pasillo era tenue y las sombras dibujaban figuras sobrecogedoras sobre las paredes. Y cuando iba a regresar, escuché el golpe seco de la canica de acero cayendo por los peldaños. No lo dudé, salí corriendo con el convencimiento de que esa vez conseguiría localizarla. Cuando llegué al primer descansillo escuché unas palabras desde la altura, no pude verla en la oscuridad pero reconocí su voz, era la niña del pelo rojo que, asomada al hueco de la escalera, me decía:
—Encuentra la canica de acero, deja que ella te guie y encontrarás las pruebas. A mi madre le alcanzó la locura y ha sucumbido… No seas demasiado severo, no la juzgues…
Dudé en volver pero perdí su silueta y el silencio me hizo desistir. Continué con impaciencia mi descenso, casi me caigo, descendía a trompicones y sólo el pasamano evitó en varias ocasiones que acabara con mis huesos en el fondo. Me frené al dar con las narices en la pared del almacén. Estaba recuperándome cuando noté que alguien descendía, sentí su sombra acrecentada por el efecto que el reflejo de una farola del exterior producía. Me quedé inmóvil, con los ojos muy abiertos y percibiendo el aumento de la frecuencia cardíaca. Tenía que elegir entre el ataque o la fuga.
— ¿Qué hace usted aquí? —la voz me resultó conocida.
— ¿Quien lo pregunta? —respondí con nerviosismo.
—Soy inspector de policía. Usted es el cliente de la tercera planta ¿Me equivoco?
—Sí — contesté lacónico.
— ¿Sí es o sí me equivoco? —insistió al tiempo que se situaba frente a mí.
Me identifiqué. Sacó una pequeña linterna y comprobó mi documento de identidad. Luego, se sentó al borde del último peldaño y volvió a preguntarme.
—Ahora, dígame ¿Qué se le ha perdido aquí, y a estas horas?
—La canica —respondí titubeante— La canica de acero… la mía ha desaparecido pero la niña tenía también otra y… se le cayó… me pidió que la buscara… ella no puede bajar de noche… la seguridad… ¿Entiende?...
El inspector se levantó de un salto y se situó a mi lado, hizo un rápido gesto y sentí el cañón de su pistola acariciando mi sien.
— ¿La niña? ¿De qué niña habla?... ¡Vamos!... ¡Conteste!...
Creo que la consternación y la angustia hicieron presa en mí y necesité unos segundos para poder controlarme y responder.
—Una pequeña de unos ocho años, con el pelo rojo y los ojos azules… Es la tercera noche que ha venido a buscarme para que le ayude… Dice que sus padres no le permiten aventurarse por el molino a las noches, por su seguridad, me dijo…
Aún en la penumbra, pude apreciar el gesto de incredulidad que invadió el rostro del inspector. Después, apretó el arma y noté el percutor agitándose, al tiempo que metía la otra mano en su bolsillo y sacaba una canica de acero ¿Mi canica de acero?... Fue tal mi terror que supliqué:
— ¡Espere! ¡Espere!... Yo no tengo nada que ver en este asunto pero… déjeme la canica, hágame caso, por favor… déjeme la canica… usted tiene el arma, que puede perder…
Los instantes que transcurrieron me parecieron eternos hasta que el inspector puso en mis manos la canica de acero. Luego, fui dando cortos pasos hasta llegar al primer descansillo de la escalera de caracol. El inspector hizo un gesto para indicarme que, si pretendía huir, no tendría ningún reparo en disparar. Me incliné, dejé la canica en el peldaño y corrí a situarme al lado del policía, su cara era de estupor. La canica fue descendiendo y por un momento me vi transportado fuera de aquel lugar, como si en algún instante de mi vida pasada hubiera vivido la experiencia. Cuando regresé la canica rodaba por el almacén hasta pararse en un rincón de difícil accesibilidad. La seguí, y el inspector nos siguió a ambos. Cuando comprobé las dificultades existentes para recoger algo que relumbraba, solicité una navaja, un cortaúñas, algo para escarbar… Me dio su alfiler de corbata. Con habilidad conseguí enhebrar en él el objeto: un pendiente. Cuando lo exhibía ante su cara sacó una bolsa de plástico y me ordenó que lo introdujera. También me pidió que metiera la canica de acero. Guardó la pistola y yo respiré profundamente. Después salimos juntos del almacén. Se despidió diciéndome que no abandonara el molino hasta que él volviera, que lo haría a la hora del almuerzo.
Permanecí despierto el resto de la noche. No volví a ver a la niña del pelo rojo. Cuando al siguiente día me encontraba degustando el café después de una ligera comida, el  inspector se sentó a mi mesa casi sin que yo lo apercibiera. Me dijo, sin esperar a que le saludara:
—Hace tres días asesinaron a una niña en el molino. Creíamos que había sido su padre, pero nos equivocamos. Pretendía separarse de su esposa porque en dos ocasiones intentó matarle. La niña lo sabía pero no podía demostrarlo, lo que sí hizo es decantarse por su padre y abandonar también a la madre. Se volvió loca. Mató a la pequeña, el pendiente tenía restos de sangre de la niña,  y luego envenenó al marido. Está camino del psiquiátrico. Pobre mujer, no la juzgo. ¡Ah! No diga absolutamente nada, no quiero saber de sus conversaciones nocturnas con la niña ni de cómo perdió la canica de acero… Este caso está resuelto, puede usted marcharse cuando lo desee.
Dicho esto se levantó dirigiéndose hacia la salida. Yo aún no había reaccionado cuando el inspector se dio la vuelta, metió la mano en el bolsillo, sacó algo y se agachó con cierta dificultad; después, con suavidad, dejó que la canica de acero se deslizase hasta llegar a mis pies. Luego, se giró y desapareció por la puerta.
 

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