El paisaje ocupaba todo el espacio del escaparate. Montañas de un verde rabioso coronadas de algodón se recortaban sobre un cielo muy azul. Diminutas casitas se desparramaban por las laderas y un pequeño tren culebreaba por entre túneles, puentes, subidas y bajadas. Los meandros de un río, con agua de verdad completaban el cuadro a escala.
Pedro cerró los ojos. Se vio a sí mismo como un niño, sentado en el suelo y jugando con el tren. En medio de la chiquillería que se apelotonaba contra el escaparate, achatadas sus naricitas contra el cristal, se sintió ridículo, pues su nariz resultaba demasiado crecida.
El sueño de su vida. Un sueño imposible. Abrió los ojos. Si pudiera, se pondría a gritar con los mocosos que le rodeaban. Pero era un adulto. Los años de muchacho precozmente trabajador pasaron hace tiempo. Además, habría sido impensable por entonces que una familia humilde pudiera permitirse esos dispendios. Sin embargo—pensó Pedro—¿por qué no puedo yo comprarme un juguete? ¿No lo hacen muchos padres con la excusa de regalárselo a sus hijos? ¿No trabajas como un esclavo? Anda, entra y cómpralo. Te lo puedes permitir. No, no puede ser. Mi mujer se pondría hecha un basilisco: que si los plazos del televisor, de la nevera, del tresillo...ya está, le diré que es para el niño, y de paso, para que pique, le compraré el abrigo de visón, a plazos, claro, y desde luego sintético. No sé si colará, no sé...Pero ¿qué digo? si el niño sólo tiene seis meses. Aunque mirándolo bien, se lo podría guardar hasta que crezca, y mientras, claro, jugaría yo. No lo pienso más. Entro y me lo compro.
Ya había iniciado el camino hacia el interior del establecimiento cuando nuevas dudas le asaltaron. No tendría espacio en el pellizco de piso, que, por cierto, aún estaban pagando con sudores ¿Dónde instalaría semejante armatoste? Y otra duda más terrible: ¿De dónde sacaría el tiempo para jugar con el dichoso tren.
Un suspiro salió de lo profundo de su alma, donde se escondía su infancia perdida, donde se acurrucaba el niño que nunca jugó. Levantó la vista y se topó con la del dependiente, un hombre extraño, de mirada burlona. Inició la retirada, pues la noche ya se había desplomado sobre él y sus sueños. Lo esperaban en casa. Quiso echar a andar, pero no pudo. Las piernas no le obedecían. Unos efluvios parecían escapar del escaparate y del dependiente que lo miraba con fijeza. Se sintió hechizado, embrujado, sin poderse despegar de la tienda. La cabeza le daba vueltas como un trompo y una sensación muy desagradable le aplastaba el estómago de manera brutal. Puntitos multicolores flotaban ante su vista como una policromada nebulosa. El globo que se encontraba en el lugar de la cabeza se desinflaba, se desinflaba, y por los agujeros del cuerpo se le iba el aire y la vida.
Empezó a oír un murmullo de voces que iban y venían, se alejaban y se acercaban como en un zoom, resonaban metálicamente, como en un tonel, se diluían lentamente...y mientras las voces se iban extinguiendo un nuevo sonido salió a escena. Crecía, aumentaba poco a poco, agudo, chirriante. Se miró los pies. No tocaban el suelo. Estaba volando, suspendido en el vacío. Sin embargo, se sentía rígido, acartonado. Quiso gritar, pero las cuerdas bucales no le obedecieron. Volvió a desmayarse, esta vez con suavidad, hundiéndose en algo blando y viscoso.
Poco a poco volvió en sí. El estridente pitido seguía atormentándole los tímpanos. Ahora sí podía identificarlo. Un tren. Un tren que chiflaba con fuerza, pasaba como una centella ante sus ojos, serpenteaba por los prados y se hundía en las entrañas de un túnel. Se hallaba sentado en la hierba, una hierba muy verde que tapizaba una montaña. Chocante. No sopla ni una ligera brisa- pensó Pedro-Se respiraba paz y silencio. A su alrededor, casitas desperdigadas, árboles que no movía el viento, puentes sobre riachuelos y un hermoso paisaje bucólico, como un belén.
El silencio comenzó a quebrarse de nuevo. El silbido de un tren que aparecía pujante y desaparecía en las fauces del túnel diluyéndose poco a poco su chirriante silbido. Otra vez el silencio. Vuelta a empezar. Otro ¿o el mismo? convoy que aparecía y volvía a aparecer con sus traqueteos, bufidos y chirriar de ruedas. En un círculo vicioso. Machaconamente. El mismo ciclo ¿Dónde estaba? A su espalda se recortaban las montañas sobre un cielo azul chillón. Y...¿al frente? Una luz lo cegaba y sólo percibía siluetas borrosas. No seas idiota, Pedro- se dijo- son gigantes, monstruos de narices aplastadas ¿Qué me está pasando?
Se vio otra vez suspendido en el aire. Voló sobre prados, ríos, montañas, aldeas, puentes y praderas. Lo posaron suavemente en el suelo, frente a lo que parecía una estación de tren. Su cuerpo atravesó la puerta, lo sentaron sobre un sillón giratorio, le doblaron las piernas para acomodarlo, y le apoyaron los brazos sobre una mesa de despacho. Frente a él, sobre la pared, un panel de mandos resplandecía con infinidad de botones de colores y por encima del panel, a su derecha e izquierda, enormes ventanales le invitaban a contemplar el paisaje. Sintió cosquillas en la espalda. Cric crac. Su mano empezó, por fin, a moverse. Le conmovió un destello de esperanza, pero fue sólo eso, un destello, pues comprobó que seguía paralizado de cintura para abajo. Hizo un esfuerzo para liberarse de la angustia que le ponía nubes ante los ojos, e intentó consolarse pensando que estaba vivo. Si podía mover las manos, las movería. Así que, ya que estoy aquí, intentaré saber para qué sirven todos estos botoncitos-se dijo.
Pulsó el botón rojo y con un chirriar de frenos impresionante el tren se detuvo. Vaya, hombre, qué bien. El botón verde. Arranca el tren con su acompañamiento de bufidos, traqueteando, silbando. Pulsó uno a uno todos los botones, y !Fantástico! Todo obedecía a su mando. Las agujas se cambiaban, bajaban o subían las barreras de paso a nivel, trabajaban las grúas, cambiaban de color las luces de los semáforos, bajaban o subían las barreras de paso a nivel, se elevaban o descendían los puentes, y a su antojo, se juntaban o separaban las vías. El terror desapareció. Estaba jugando. Jugando con un tren un tren de verdad. Como un crío. El sueño de toda su vida no sólo se realizaba sino que se superaba con creces. Jugó y jugó horas y horas con una euforia tan grande que para él ya no contaba el pasado ni el futuro, sólo el presente, el presente de la infancia. No se cansaba, pero poco a poco fue sintiendo como una especie de borrachera que obnubilaba sus sentidos y su memoria. Se sentía el amo y señor de toda aquella tecnología, el domador intrépido de la serpiente de hierro, el Gran Ferroviario Jefe manejando los destinos de la humanidad.
Conforme transcurrían las horas, el cansancio, ligero al principio, fue creciendo cada vez más. Tanto, que empezó a sentirse extenuado, tan extenuado, que le costaba mover los brazos. Y al par de los brazos, el cerebro también se cansaba, se debilitaba, le costaba pensar con lucidez. Vagamente recordaba a su familia, mientras ramalazos de dolor surcaban el corazón y la mente. Quiero salir de aquí...pero esta lasitud...esta flojera...
Un trueno resonó de pronto. El horizonte se cubrió de negro. Todo tembló. Oscureció de pronto, sin pasar por el crepúsculo, como si la noche hubiese llegado sin avisar, de golpe. Tan sólo se podía escuchar el casi imperceptible traqueteo del tren que se iba deteniendo poco a poco...y después nada, silencio. Su brazo, pesado como el plomo, se detuvo inmóvil a mitad de camino de su trayectoria hacia el panel de mandos y su pensamiento se iba deteniendo deteniendo al mismo ritmo del tren, muy lentamente, muy len-ta-men-te...
…………………………………
Han pasado algunos meses. La maqueta continúa en el escaparate provocando la admiración de pequeños y mayores. Pero hoy podemos contemplar una novedad. Alguien ha poblado de muñecos el antes solitario paisaje de la maqueta: hombres, mujeres y niños que aran, siegan, conducen coches y lavan en el río cuando el hombre de la tienda, el hombre de extraña mirada, les da cuerda. En una estación ubicada en lo alto de una montaña, un hombre y una mujer manipulan los botones de colores de un panel de control. Al lado de la pareja, un muñeco, más diminuto aún, parece dormir felizmente en su cuna. Al otro lado del escaparate, en la calle, los chavales aplastan sus pequeñas narices sobre el cristal, con el mismo embeleso de sus padres. Uno de los chiquillos exclama de repente:
— !Mira, papá! !Esos muñecos de la estación se están riendo!
— !Qué barbaridad! !Qué fantasía tiene este niño! Oye ¿Pues no parece que me estoy mareando? Anda, hijo, vámonos a casa, que me estoy poniendo malo.
La enorme persiana metálica del escaparate baja con un estruendo de tormenta.
Detrás de ella, el dueño de la tienda desconecta la corriente eléctrica y la paz, la oscuridad y el silencio se adueñan del escaparate. Pero el tren eléctrico no se detiene de pronto, sino que ralentiza su marcha y se va deteniendo con un suave traqueteo, muy lentamente, muy lentamente, muy len-ta-men-te...
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