He visto cosas increíbles durante mis casi veinticinco años de servicio en la policía, desde infructuosos intentos de suicidio con cucharillas para el café hasta personas literalmente congeladas dentro de sus neveras. Cientos de sucesos que me dejaron con la boca abierta, muchos que me hicieron vomitar y otros tantos que aún a día de hoy me persiguen en mis más terribles sueños.
Sin embargo ningún caso me ha perturbado tanto a lo largo de todos estos años como el que vino a denominarse en las televisiones sensacionalistas como ‘el terrible suceso de la calle Prym’. La señora Pimentel, de nombre Susana, era una mujer mayor que vivía sola en el tercer piso de aquella céntrica casa de Málaga. Aficionada a las plantas y a la lectura compulsiva de novelas rosa, la señora Pimentel sólo salía de las cuatro paredes que la retenían para lo estrictamente necesario. Hacer la compra una par de veces a la semana, algún paseo eventual por los jardines que rodean la calle Prym en la mayor parte de su recorrido y comprar el periódico dominical en el kiosco más cercano. Pero como es habitual en las personas de su edad, y más aún en aquellas que cohabitan únicamente con su propia soledad, la señora Pimentel salía cada vez menos de la fortaleza que representaba su hogar. Quizás por ello ningún vecino se percató de su ausencia hasta que empezaron a notar el extraño olor que salía por debajo de su puerta.
El vecino de al lado fue el que dio la alarma a la comisaría en la que yo trabajaba por aquel entonces.
-Huele raro- explicó al comisario jefe, que nos envió de inmediato al lugar de los hechos.
Nos presentamos en el domicilio inmediatamente, por lo que tuvimos que esperar unos minutos hasta que llegaron los bomberos. Efectivamente, el olor que desprendía aquella casa no era demasiado normal. Aunque desde luego, tampoco era el tipo de tufo que me había esperado. No era la primera persona que moría en su hogar y se pudría hasta que algún vecino hacía la pertinente llamada a la policía. Aquel olor era diferente, era… como afrutado. Extrañamente dulce.
Llamamos a la puerta sin recibir contestación hasta que finalmente llegaron los bomberos y abrieron con una especie de ariete metálico. El olor dulzón se intensificó con la puerta abierta hasta el punto de tener que taparnos las narices. Mi compañero tragó saliva para evitar la nausea con un sonido perfectamente audible para el resto. Entramos cautelosamente, uno de los bomberos se puso a estornudar como un poseso mientras yo carraspeaba a través de mi garganta irritada.
Como ya dije antes, he visto de todo a lo largo de mis casi bodas de plata como funcionario en la policía. Pero no estaba preparado para ver aquello. Dudo que alguien pueda estarlo alguna vez.
Justo cuando esperábamos ver a una señora mayor en avanzado estado de putrefacción, o tal vez devorada por sus propios gatos, una espesa vegetación nos recibió desde el salón. Había plantas por todos lados, en los quicios de las ventanas abiertas y encima de los armarios. El olor dulce de la primavera acaparaba todos los sentidos, por lo que el bombero alérgico tuvo que salir fuera mientras empalmaba diferentes ataques de estornudos uno detrás de otro.
Había flores por doquier, como un lecho de suaves pétalos que rezumaban su aroma. Y, bajo ellos, una anciana a la que supusimos como la vecina desaparecida. Yacía inmóvil bajo la pesada manta floral que la envolvía en forma de mortaja perfumada. Salían plantas de su boca, flores de sus ojos invisibles y hojas tan verdes como si estuvieran pintadas a mano de sus oídos. Hermosos pétalos blancos recubrían su cara y enérgicos tallos se enraizaban por todo su cuerpo como un inesperado amante de piel vegetal.
En su cabeza una parte brillaba con especial resplandor, recubierto de flores de diversos colores. Me acerqué manteniendo una mano tapando mis fosas nasales, arranqué un ramillete de vegetación y me di cuenta que aquellas plantas brotaban de una herida mortal en la sien. Probablemente se había caído, golpeándose la cabeza contra el suelo de manera fulminante. La primavera, con su germinación y su floración, habían culminado el macabro lienzo de la anciana con el paso de largos días de silencio y soledad. Miré alrededor. ¿Simplemente días? Más bien semanas. ¿Cuánto tiempo llevaría muerto aquel cadáver que en el pasado se había llamado Susana? Solo aquellas plantas y flores conocían la respuesta, aunque guardaban silencio mientras se hacían paso a través de tejidos y órganos.
No había gatos devorando un cadáver, ni siquiera un cuerpo en descomposición. Tampoco había muerte, si a eso vamos, sino más bien vida brotando y nutriéndose de ella. Aquellas plantas habían devorado cada resquicio de la señora Pimentel. Era un espectáculo terrible y bello al mismo tiempo, ciertamente perturbador. Carraspeé un par de veces más y salí corriendo de la habitación.
Muy original y muy claramente escrito. Me encantó.
Si quieres, y cuando tengas tiempo, lee "La maqueta" y "El reloj de Madre Cristina".
Que camines rodeado de belleza.
Bendición de los indios navajos.