A los dos kilómetros del poblado alienígena, el terreno empezaba a elevarse en una suave pendiente, y aquí y allá comenzaron a verse algunos fragmentos de roca, en tanto el bosque de bananos, majestuoso, espigado y maloliente dejaba paso de forma abrupta a los árboles bikulo, retorcidos, achaparrados, pegajosos por la constante exudación de resina, de fruto incomestible y sin duda con alguna virtud muy bien oculta. Había algo extraño en aquella falta absoluta de transición entre unos árboles y otros, y una tensión que se palpaba en el ambiente, siempre que uno tuviera raíces, tronco, copa y bastante paciencia. De hecho, como el lector habrá intuido, detrás de todo ese inmutable estar ahí y agitar las hojas hay una historia plena de acción, amor y odio, escaramuzas sangrientas y despliegues estratégicos. Para ser sinceros, amor lo que se dice amor, más bien poco. Cuando uno suelta sus esporas reproductoras como si fueran caspa para que fertilicen por su cuenta a una pareja desconocida a tres mil kilómetros sin siquiera ser antes presentado formalmente a la familia, tiende a ser bastante pragmático y con los pies en la tierra en ese sentido. Más aún si sospecha que su distante media naranja, como hacen todas sus vecinas, se la pega con cualquier insectucho.
No obstante, seguro que el amable lector prefiere seguir adelante con la trama principal. El narrador es todo oídos, aunque como es el caso, sus orejas sean bastante bien proporcionadas.
...
¿He oído un «no»?
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A lo largo de los últimos dos mil millones de años, milenio más o menos, había estado librándose en la sombra una implacable batalla arbórea oculta y silenciosa en el planeta Gonadín; tan oculta y silenciosa que interesados aparte, nadie más se había enterado.
Otrora, que ya es decir, bananos y bikulos compartían el mismo hábitat en paz y armonía. Los jóvenes de ambas especies pasaban el rato compitiendo de buena lid rama con rama para levantar cabeza por encima del irregular dosel arbóreo y coger de paso un poco de tono al calor de la estrella Globulina XVII. Los mayores echaban animadas partidas de mananca[1] y departían sobre unos monzones que ya no eran lo que eran o bien se quejaban de una parasitosis que los llevaba por la calle de la amargura, e intercambiaban referencias sobre insectívoros de confianza, que picapostes de tres al cuarto sin titulación los había a patadas.
Una estampa idílica que por desgracia vende poco comparada con los cromos de futbolistas, seres sobrenaturales imaginarios con foto y currículum, o mindundis de buen ver que hacen como que cantan, con lo que el Quiosquero Celestial acaba dejando las de esa remesa en un rincón del sótano para alegría de los lepismas inquilinos.
Así, el siglo menos pensado, bananos y bikulos partieron peras por un quítame allá esas raíces, y la cosa degeneró en violencia. Empezaron a brotar grupos de bikulos haciendo el vacío a un solitario banano, que acababa muriendo en medio de una tierra yerma sin nada que echarse a los rizomas, en venganza por lo que habían oído sobre unos bananos tratando de hacer sombra a un pequeño bikulo. Hubo fulgurantes incursiones por sorpresa en las que una partida de aguerridos bananos se adentraba en territorio enemigo en una ladina maniobra envolvente dejando bolsas aisladas de enemigos en cuestión de apenas diez lustros, contestadas por bikulos kamikazes especialmente entrenados para crecer mucho y venirse abajo sobre un soto de pimpollos bananeros.
Con el tiempo los bikulos se especializaron en el cuerpo a cuerpo, desarrollando musculosos zarcillos y retorciendo su tronco en escorzos dalinianos hasta ahogar al oponente en una presa mortal, a la par que le sorbían los jugos vitales.
Superados en combate, los bananos pusieron a investigar a lo más florido de su intelligentsia respondiendo a su vez mediante la guerra química, impregnando el subsuelo con diversos venenos naturales mortales para sus contrincantes, pero por lo demás biodegradables y respetuosos con el medio ambiente, y muy en especial con los bananos mismos.
En el presente, la lucha prosigue encarnizada, y el bando bikulés parece estar llevando las de ganar con los nuevos métodos de guerra psicológica que está aplicando para asegurarse de que ningún brote bananero ocupe territorio bikulo.
—Hace buen día hoy, ¿no? —dice un bikulo del grupo que rodea al joven banano.
—Ah, hola. Sí.
—Apetece tomar el sol y sorber nutrientes, ¿eh?
—Sí.
—Igual que ayer —interviene otro de los bikulos.
—Y anteayer —comenta otro.
—Y el milenio pasado —abunda un cuarto.
—Tiene que haber algo más en la vida que echar raíces —remata un quinto.
—No lo había pensado —reflexiona en voz alta el pimpollo de banano.
—A veces sueño con que me desarraigo y voy rodando en pos de nuevos horizontes —dice entonces el primer bikulo.
—Escribir un libro, eso sería bonito —suelta el segundo.
—O plantar un hijo —suspira el tercero.
—¿Cuál es la razón de nuestra existencia? —pregunta con intención nada retórica el cuarto.
—¿Somos libres de elegir nuestro destino?
—¿Acaso uno no se define como árbol en virtud de sus acciones y el sentido de sus elecciones vitales? —deja caer el primero ya lanzado.
—Si tú y yo hacemos exactamente lo mismo, ¿por qué existimos los dos? —concluye cualquiera de los otros cuatro.
Luego los bikulos guardan un calculado silencio de diez o veinte años, se despiden y se dedican a sus cosas. El joven banano experimenta por primera vez la angustia existencial y entra en una profunda depresión mustiándose. La intendencia bananera está tratando de paliar el problema con grupos de terapia a distancia que se mantienen en contacto vía topo, mientras idea una forma de hacer llegar hasta los afectados unos nuevos frutos modificados sabor banana split con doble ración de chocolate.
[1] Juego de habilidad consistente en atinar al mayor número posible de bichos con el propio fruto en un tiempo límite establecido, por lo general de cien años.
Autor: Fermín Moreno González
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