El eco de las pisadas resonaba entre los edificios de la amplia avenida. Se hacía difícil caminar por el pedregoso suelo y sólo los charcos ahogaban los perqueños gritos que lanzaban sus pies. Los edificios de ambos lados, grandes naves industriales abandonadas, ofrecían un paisaje deprimente y repetitivo. El ladrillo de las paredes hacía mucho que había quedado cubierto por una negra y grasienta polvareda, y rara era la ventana que aún conservaba algún cristal de una sola pieza.
- ¡Eh, tú! - una aguda voz retumbó en sus oídos acostumbrados al silencio -. ¿Qué haces aquí? ¿Quién eres?
La voz parecía provenir del interior de uno de los edificios. Maore buscó con la mirada su origen y encontró unos ojos tímidos en la penumbra de una de las puertas.
- Llevo varios días caminando desde el sur en busca de comida y agua - contestó con un hilillo de voz -. ¿No os sobrará algo por aquí? - preguntó desviando la mirada hacia el suelo en señal de debilidad para despertar su compasión.
- ¡Qué graciosa! Mira, Jack, una que pregunta si tenemos comida de sobra para darla -. Varias risas estallaron desde el interior. - Ven aquí, anda. Esta tarde van a abrir el telón y podrás llevarte lo que sobre - dijo sonriente invitándola a pasar.
La nave industrial era tan oscura por dentro como por fuera. Los pocos cristales que había estaban tan ennegrecidos que casi no dejaban pasar la luz exterior, y el polvo acumulado convertía las esquinas del edificio en confortables cunas. No había nada más a excepción de varios y grandes arcones, convenientemente custodiados. Nadie de los allí presentes habría superado la pubertad, aunque por los rasgos físicos y erosionados, parecían doblar su verdadera edad.
- Es la hora - dijo secamente el que parecía el líder. Cada uno cogió un par de sacos de tela vacíos y se pusieron en marcha. Su objetivo se podía ver desde varios kilómetros de distancia. El muro, o Gran Telón de Acero como les solía gustar llamarlo a sus autores, se erigía firmemente todo lo largo que alcanzaba la vista. Su altura de casi un kilómetro combinada con su lisa y pulida superficie, la hacían una barrera inexpugnable que separaba irremediablemente ambas partes.
Maore no recordaba el mundo sin esa división. Según le contaron sus padres, hace muchos años, muchos antes de que ella naciera, los científicos del mundo se enfrentaban a una crisis evolutiva. Alegaban que el ritmo de innovación tecnológica y el progreso científico se había disminuído drásticamente. Nunca lo admitieron directamente, pero sutilmente culparon a la degeneración de la raza, a la contaminación genética. La industria se empezaba a colapsar porque no surgían nuevos adelantos que impulsaran la sociedad de consumo. Los grandes dirigentes del momento no tuvieron mucha elección. Mediante decretos de ley empezaron a penalizar a aquellas empresas que contrataran a empleados con algunas taras físicas o psíquicas, pero no se detuvieron ahí. Poco a poco fueron subiendo el listón: personas sin estudios, obreros sin aptitudes mentales y hasta los estudiantes con notas mediocres. Pronto la población chabolista a las afueras de las ciudades superaba en número a la que quedaba en el interior. Todo por el bien de la humanidad, todo en el nombre de la evolución.
Por último prepararon la infamia final: el Gran Telón de Acero. Temerosos de que la mera presencia de aquellos individuos que ellos mismos habían repudiado les afectara de algún modo, alzaron un gigantesco muro de acero alrededor de cada gran ciudad, sitiándose a sí mismos. Familias rotas, amores quebrados, amistades desgarradas. El muro dividió al ser humano en dos mitades. Nunca más hubo contacto entre ellos.
Debido al limitado espacio del que disponían en el interior, una vez cada varios años, unas pequeñas compuertas se abrían en el muro para dejar salida a sus deshechos y desperdicios. Máquinas y robots eran las encargadas de la tarea de sacar todo lo que consideraban innecesario o sobrante. Era uno de los momentos más esperados desde el exterior, que se aprovechaba para rebuscar y tratar de reutilizar cualquier cosa que fuera considerada útil o, en su inmensa mayoría, comestible.
- ¡Aquí hay algo! Parece un libro - gritó uno. Los demás dejaron de rebuscar en las montañas de escombros para dirigirle una indeferente mirada.
- Muy bien, ¿alguien de aquí sabe leer o conoce a alguien que sepa? - preguntó el lider sosteniendo las sucias páginas entre sus manos. Nadie contestó y todos agacharon la cabeza entre la vergüenza y la ira. La cultura, así como la mayoría del conocimiento había quedado fuera de su alcance cuando se alzó el muro. Lo poco que sabían era transmitido verbalmente de unos a otros y entre generaciones.
- Yo… sé - dijo Maore con voz temblorosa, temiendo una envidia colérica como respuesta. En lugar de eso, le entregaron las hojas y todos quedaron expectantes a sus palabras. Por un instante se sintió como la tuerta en el reino de los ciegos.
Parecía una especie de diario y fue directamente hacia la última página escrita: “…Si alguien está leyendo significa que finalmente he sucumbido. Con las últimas fuerzas que me quedan para escribir quiero pedir perdón por todos nuestros pecados, por nuestra soberbia. Quisimos ser mejores que los demás, quisimos diferenciarnos de nuestros hermanos, y nos topamos con el techo de nuestra propia existencia. Demasiado tarde nos dimos cuenta de nuestro error y caímos en la degeneración. Separamos a la humanidad en dos partes, y resultó como separar el corazón del alma: uno muere y la otra se condena. Mucho me temo que nosotros somos los que moriremos. Hace semanas que no he visto a nadie más por las calles y desde la ventana todo parece siniestro. La ciudad aún funcionará autónomamente sin nosotros durante muchos años más, pero nadie nos echará de menos ni en falta. No pudimos salvarnos de nosotros mismos…“. Una lágrima invisible empezaba a asomar por un ojo de Maroe.
- Bueno, ¿qué pone? - preguntó el líder impaciente.
- Pone… - tragó saliva y suspiró profundamente -. Es un libro de recetas. “Pollo al ajillo: receta para cuatro personas” - comenzó.
- Maroe, ¿qué es un pollo? - suplicó una niña que estaba a su lado tirándola de la ropa para llamar su atención.
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