I
Cierto día me topé con uno de aquellos personajes hacia los cuales uno no tiene más remedio que dirigir la vista; de andares inarmónicos y mirada completamente evadida de cuanto les rodea. A uno siempre le llama la atención este tipo de cuestiones, acerca de los locos.
Un loco, pues, se me acercó, con el rostro desquiciado, a ofrecerme no menos de cinco mil por un trabajo que él aseguraba realmente sencillo. No le hice caso. Esquivé sus súplicas como buenamente pude e hice oídos sordos a sus reiteradas peticiones.
Lo cierto es que la calle Migueláñez se sabía de hacía tiempo plagada de pedigüeños, y yo, acostumbrado a pasear por allí había adquirido la exquisita habilidad de quien niega sin parecerlo; a uno una sonrisa, a otro una mueca agradable, con otros me sacaba los bolsillos vacíos y encogía los hombros con un rostro lastimero, aunque llevase monedas en el bolsillo interior de mi chaqueta. De éstas o semejantes formas evitaba confrontaciones un tanto incómodas, pero aquella ocasión resultó ser distinta.
Vi la mano de aquel guarecerse entre su chaqueta, palpando entre sus bolsillos, y deslizar hacia fuera un fajo de billetes, que debía corresponder al dinero mencionado. Desde luego era de extrañar que un hombre de tal traza, de pelos arrebujados y ropa deshecha, llevara encima una cantidad que para mí significaba seis meses enteros de paga. Fuera la curiosidad o más bien, creo yo, aquello que llaman “la fièvre de l´or” lo que me detuvo, el caso es que alargué la mano de forma casi automática, para recibir el fajo del que me lo brindaba. ¡Qué calida me pareció entonces la caricia de los billetes sobre la palma de mi mano! Pero, ¿quién habría de imaginar que ello mismo me acarrearía tal tormento futuro?
Accedí a sus ruegos de hombre desvariado, desde el momento en que acepté los billetes. No sin cierta reticencia, y luego de ver su rostro frío, escuché la que habría de ser mi parte en el canje, y apunto estuve de sacarme el dinero y olvidarlo todo, no obstante la codicia me pudo, he de admitirlo. Seis de mis salarios a que desenterrara a su esposa y le arrebatara un anillo valiosísimo que portaba en su mortecino dedo índice. Accedí.
Todo aquel día me pasé rememorando con aprensión la actitud de aquel hombre que segundos después de haberme dado las señas de la tumba se había alejado cabizbajo, sin tan siquiera decirme dónde o cuando nos encontraríamos de nuevo. Había algo de turbio en su mirada lo suficiente como para rehuir al pensamiento de engañarle, no era aquel un hombre con el que yo quería arriesgarme a jugarle una treta. Además, mi casa estaba cerca de donde me lo encontrara y no me gustaba la idea de que mis futuros paseos llegaran a ser en constante cautela.
Pero, ante todo, lo hice porque operaba en mí una suerte de excitación por obrar en lo prohibido. Ante mí, de improviso una aventura; inquietante sí, macabra sí, malsana también, pero una aventura a fin de cuentas. Yo era un muchacho de gran curiosidad y de un espíritu indiferente con los muertos, y no vi, entonces, complicaciones en el asunto. De manera que decidido y dispuesto a exhumar, aquella misma noche llegué al cementerio alrededor de la una de la madrugada, con las palabras de la lápida repiqueteando en mi cerebro:
“Ángela Lieber, de 1840 a 1876. Querida por todos”
II
Apenas se escuchaba sonido alguno salvo muy de vez en cuando el traqueteo lejano de algún carruaje, cuando me detuve en la entrada.
Sobre y alrededor de la verja principal una obra de sillería parecía compartir algo de la arquitectura de las puertas góticas. Arriba de la verja se multiplicaban arquivoltas decoradas con relieves de decoración vegetal y bajo éstas, desde ambos lados de la entrada, dos apóstoles tallados en la piedra flanqueaban perpetuos.
Se me antojó algo curioso, casi poético, el hecho de que había de cruzar el umbral de los vivos para internarme en el de los muertos, que eran mucho mayores en número. Aquellos santos pétreos, aunque enmudecidos, parecían identificarse con mi ocurrencia.
A través de las rejas escudriñé el interior, de penumbra absoluta, de la misma manera que un niño mira receloso la oscuridad de un pasillo antes de franquearlo. De esa indiferencia mía por los muertos, de esa incredulidad que había demostrado en tantas ocasiones cuando alguien me hablaba de ánimas y del más allá, he de decir que desaparecieron de mi psique nada más pisar camposanto. Tan pronto como me deslicé por los barrotes gélidos de la puerta, en ese preciso momento en el que mis pies se internaron, se adueñó de mí una sensación de vértigo que no me abandonaría hasta mucho más tarde.
Avancé despacio, alejándome de la entrada, y dejando hileras de tumbas a mis espaldas. Había traído de mi casa un candil al que prendí fuego y aunque la luz apenas me permitía ver unos metros fue suficiente como para no tropezar. No hube andado ni una hora siquiera cuando me convencí de haberme perdido, y como siguiendo a la desorientación física, noté que mi ánimo enflaquecía y se conturbaba mi juicio.
Por más que intenté serenarme no pude. Un algo, no podría decir qué, me pareció que me acompañaba, vigilaba mis pasos, escuchaba mi respiración; desde atrás siempre, desde lo oscuro siempre, desde el silencio y la humedad, hablándome con un chasqueo de hojas secas tras de mí, o el crepitar de una rama a un lado, o el atronador silencio que seguía a cada uno de esos ruidos, el lenguaje del cementerio.
Pensé en mí mismo, desde mi alcoba, riéndome por una historia por la que ahora pasaba “idiota -me dije- entonces estás en una habitación y no aquí”. Y fue al principio que lo achaqué todo a un miedo infantil. Solo al principio.
Me interné por un camino que yo suponía iba a la zona Este, donde se encontraba la tumba y que parecía tener un poco más de claridad. De los cipreses que había a uno y otro lado del camino se desprendía una brumosa neblina que se arremolinaba sobre la tierra húmeda. De estos árboles recordé que se decía que lloraban a los muertos y que la silueta alicaída de sus copas pertenecía a su espíritu plañidero. Y no era, desde luego, la estampa como para aliviar mis temores.
Pero a todo aquello, a la negrura, a las tumbas, a la forma de los troncos que se retorcían como de agonía, se le unía quizás lo más apabullante que pueda encontrarse en un lugar así. Tan ruidoso y desconcertante, murmullo de entre los murmullos, siseo de los que yacen bajo tierra, plática de muertos...ese maldito silencio. A uno le parece oír el gemido lastimero de los que murieron de forma violenta, o la prédica de los que agradecen cuanto tuvieron en vida.
De cualquier forma no he escuchado en sitio alguno mutismo tal como el que de allí vino a mis oídos.
Arriba en el cielo la luna se dibujaba en un cuarto menguante afiladísimo, como si de un arañazo iridiscente se tratara. Más abajo las ramas de más altitud parecían querer poseer aquel rasguño y sosteniendo la simetría del paisaje, se levantaba sobre una tierra revuelta y húmeda, la casa del vigilante.
III
A primera vista no podía decirse de ella que fuese siniestra ni lúgubre. A los dos lados de la puerta los faroles colgaban desparramando una luz tenue y cálida, la misma que había visto antes, y una retahíla de insectos pululaban a su alrededor proyectando sus sombras chinescas en las paredes contiguas.
Tan súbitamente que me sobresalté se abrió la puerta y una muchacha salió para recibirme.
- A ti no te conozco pero siéntete bienvenido. El guardián está salmodiando.
Mientras en mi cabeza se sucedían las imágenes, no del todo desligadas de un terror abrupto, de un guardia de cementerio salmodiando, la chica se apartó de la puerta para que pasara. Cuando me hube acercado lo suficiente oí que me decía sonriente:
- ¡Diviértase amigo!
Al entrar me vi de forma inminente enfrascado en la algarabía de lo que parecía ser un guateque un tanto peculiar. No se que manos, nada más mezclarme con la turba, me despojaron de mi chaqueta ni cuales pusieron una copa de licor en las mías, pero fue desde el primer momento mi única preocupación la de observarlo todo. Era propio de concebir sospechas la circunstancia de que personas, en apariencia normal, se avecinasen aquí para celebrar lo que sea que allí se celebrase.
Aquella se presentaba, pese a todo, como una reunión cualquiera; con sus conversaciones apagadas o vivaces, sus bailoteos cómicos o sus danzas sinuosas, miradas carnales y chistes soeces, y de música, proveniente de un rincón de la casa, una mujer rubia acariciaba un viejo piano de cola de madera desgastada.
Aún así me fue imposible olvidar en ningún momento aquel incómodo trabajo pendiente; que había venido a quitarle el anillo a una muerta, esposa difunta de un hombre que me había pagado y al cual sentía yo la obligación de recuperarle la sortija, “un anillo de plata y oro; engarzados en él, en forma de triangulo, tres rubíes carmesí y, anotada debajo, una fecha”.
Desde arriba, la luz de unas cuantas velas vacilaba de vez en cuando. En la pared y sobre los invitados parecía conferir un color opaco, como de pergamino viejo, como de pieles mustias.
Y los invitados, ¿no tendrían acaso otro sitio más que allí, en medio de cientos de tumbas, para reunirse? ¿podían, de la misma manera, divertirse aquellas personas sabiéndose rodeadas de cadáveres? Aún a mí, jocoso de mi insensibilidad, me parecía escabroso el asunto.
Entre codazos y alguna copa llegué a parar al rincón de la pianista. Era una mujer apuesta, de melena rubia y de aspecto aristocrático, pero fue la curiosidad, más que nada, que hizo acercarme hasta que reparó en mí. Y mi corazón dio entonces un vuelco.
Fueron sus ojos, negros, como si los tuviese repletos de secretos inconfesables, los que me amedrentaron. Poseía una mirada calamitosa, que de tan rígida hizo que no pudiera sino desviar la vista a otra parte. Ella varió la melodía, algo más alegre, y algunos a mis espaldas se pusieron a bailar en coro. Al cabo de unos instantes, aunque sin dejar de tocar me dijo:
- Y es que se le ve a usted tan joven y tan...inocente.
Algo que me exasperó aun más fue la mirada inquisitorial que hizo al hablarme.
- Toca usted muy bien, la felicito – apenas supe que decir, lo cierto es que tan solo quería alejarme de allí.
- Muchas gracias, me alegro que le guste.
Volvió a mirarme de aquella horrenda manera. Iba a dar la vuelta, dispuesto a marcharme, pero la oí otra vez.
- Por cierto que...es usted nuevo, ¿verdad? – Y su voz, carrasposa, se me antojó ahora como de castigo.
- Si – me pareció por un momento que me había descubierto.
- Es que no hay más que mirarle a la cara.
Fue al contestarme ella que mientras decía esto se llevó la mano a la mejilla, parándose la música en seco, cuando el pánico me acometió.
Todos miraban ahora, extrañados y curiosos, hacía mí que había dejado salir de mi boca un grito. El espanto de una imagen hizo que la respiración se me suspendiese por completo. En el dedo índice llevaba un anillo. El anillo.
Y como aquel pensamiento del que se tiene la certeza de que uno ya lo sabía, así surgió entonces la fácil conjetura; y, con ella, el apabullante terror. Las pieles mustias debajo de las velas, aquella desacertada fiesta y el anillo, y esa mujer...
- ¿An...Ángela? – las palabras apenas salieron balbucidas de mi boca quizás por el temor o la intuición de que la respuesta habría de ser fatal.
- Ángela Lieber, de 1840 a 1876. Querida por todos. Mucho gusto.
No te preocupes, el fallo fue mío al no fijarme en el límite de las 2000 palabras.
Gracias y un saludo.