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EL NIÑO DE ALAS HÚMEDAS
Los dos, se deslizaban en medio de los minutos que presurosos se aproximaban a las dos... Con paso cansino la artífice de aquel destino vestido con traje de rueda y mirada absorta desandaba como cada mañana su huella de ayer, con temor casi reverencial desnudaba el cuerpo roto del habitante de sus más íntimas preguntas…
Esta mañana era especial, el momento estaba preparado, los latidos de su corazón danzaban al presuroso ritmo del segundero del viejo reloj amarillo, que hacía las veces de mudo testigo de los turbios pensamientos que hoy se desgranaban con las lágrimas de la anciana mujer. Los martes por las mañanas nadie venía a la piscina y el único celador estaba al fondo, junto a la puerta de acceso, justo a las once y media salía a fumarse dos pitillos con la lentitud del que solo espera el discurrir de los segundos y a tomar un café en la cafetería que estaba a unos pasos de la entrada… Hoy sería el día.
Antonia terminó de vestir a Olmedo, haciendo de esto, un ritual que comenzaba con quitarle el zapato derecho y terminaba invariablemente con los minutos que habría de esperar para que él mismo se pusiese su gorro, cada paso era medido con una precisión asombrosa: Los segundos de espera entre acción y acción, cada paso era controlado por Olmedo en su exageradamente grande reloj. Este martes era distinto, ella estaba especialmente llorosa y el temblor creciente de sus manos tachonadas por oscuros lunares, le jugaba la mala pasada de impacientar a Olmedo, quien veía con inquietud el paso vertiginoso de los segundos en su reloj y comenzaba a emitir aquellos dolorosos gemidos que siempre angustiaron tanto a Antonia.
Al terminar de ponerse su gorro, se arrodilla a los pies de su ansioso expectante, toma entre sus viejas y ajadas manos, las manos de su hijo y las enjuga con su mezcla de lágrimas y besos cansados de silencios y angustias acalladas. –Todo está preparado niño mío. Hoy es el día, hoy cesarán tu prisión y mi angustia, este martes es propicio. Perdóname por todo y prepárame un rincón para llegar.
Y el rostro de Olmedo permanecía callado, quieto, sus ojos apenas daban indicios de albergar un poco de vida más allá de aquella profundidad vacía, y sus labios no emitían esos angustiantes sonidos, tan solo escuchaba la voz de su madre, con la misma atención de las siluetas que en las noches de tormenta se plantan tras los cristales para sentir la música de la lluvia apresurándose al vacío... Olmedo escuchaba a Antonia y con sus manos torpes arrancaba de sus mejillas las incomprensibles gotas que surcaban las profundas huellas de aquel rostro, le escuchaba sin comprender, como tampoco comprendía la melodía de la lluvia en las noches de tormenta y de oscuridad rasgadas por brevísimos instantes por los destellos asombrosamente brillantes de relámpagos, seguidos por aquel ruido de paredes invisibles que se desploman sin llegar a posarse en la humedad del suelo. Olmedo no sabía de palabras ni de lágrimas, él era el silencio y la angustia del vacío por siempre suspendido en algún lugar entre espacio y tiempo, el umbral lastimero de la nada revuelta desde la entraña misma de la oscuridad, desde la entraña misma de la nada.
Antonia se yergue muy despacio, y, con la lentitud del cortejo fúnebre, inicia su paseo hasta la piscina que espera por el momento, tantas veces conspirado entre la soledad, y la desazón de Antonia. Apenas diez pasos le separan de la orilla y el llanto callado, le insta a detenerse, besa con su beso lloroso el gorro que cubre la cabeza de Olmedo, mientras seca sus lágrimas, se detiene un par de segundos y continúa su marcha… La lágrima da paso al vacío, la angustia cede al paso del silencio, el silencio juega con los pensamientos… Cinco pasos y parece como si aquel cansado cuerpo, de repente hubiese sido convocado a erguirse y continuar su camino impertérrito, hacia una meta tan próxima como el silencio que habitaba aquel inmenso salón, testigo inquieto de lo que ocurría aquella mañana…
Ahora están los dos al borde de la piscina, ella asoma la cabeza y alcanza a ver en el azul, dos rostros: En ese instante desconocidos, el rostro vacío de un chico de unos treinta y tantos años, junto al viejo rostro de una mujer de ojos infestados de dolor… Y durante aquellos pocos segundos de visiones azules a sus pies, en el agua van desfilando atropelladamente recuerdos con pinceladas de preguntas que nunca tuvieron una respuesta, uno a uno formaban sinuosos senderos húmedos, todos los instantes de dos vidas unidas por el inconmovible paso del tiempo, que todo lo rompía a su paso, dejando tras de sí su huella imborrable de fantasías inconclusas, proyectos que jamás se realizarían, de frases que jamás se pronunciarían… Los rostros desdibujados en el fondo estaban desdibujados por un futuro que se aproximaba raudo hacia un final necesario y evidente.
El tañido sordo de campanas anunciando la llegada de las doce, convoca a la mujer a hurgar en la profundidad más arcana del azul recuerdo… Hace 37 años, con el sonido de campanas vertiendo de su hondura la hora del Ave María, el grito de una nueva vida, parida desde el fondo mismo del dolor, se hizo llanto pequeño y su vientre se vació de vida, para volcarse en un ser nuevo, llegado de un lugar oscuro que habitaba la noche de aquel mayo, disfrazado con su vestido de manos que estrujan y que hieren la pureza de la doncella de trenzas doradas y mirada serena, mientras transita la noche que la conduce de la misa de siete a la vieja casona rodeada de flores amarillas y el silencio recién estrenado de la ausencia de papá.
Unas manos ásperas le arrebataron aquella noche su serena mirada, mientras dos cuerpos malolientes se aproximaban una y otra vez, hurgando en la profundidad de su entraña y vertiendo en el centro mismo de su origen, el esperma ebrio y adicto de dos poseídos por la irrefrenable sed de la bestia, que con su garra rompió los leves atisbos de ser humano que un día quizás moraron en ellos y que volcaban en ella sus más perversos instintos. Rota por dentro y por fuera, la piel rota hace de balsa que se desliza desgarrada a través del río de su sangre aún tibia, con aquella viscosa sensación de ser el último habitante de un universo, formado tan solo por una noche oscura y la soledad de un grito castrado antes de romper la serenidad del solitario paraje. La casa se le antoja tan distante como la mujer que apenas hacía unas horas recibiera la comunión. Pero una fuerza inexplicable le llega desde dentro y le impele a continuar su marcha. Transcurren nueve meses desde aquella noche y en un 29 de febrero, Antonia da a luz a un niño, tan blanco como la piel de porcelana de su madre y con aquella mirada inquietante del que lo descubre todo de una vez… Pero sus ojos tenían una inusual profundidad, un vacío inexpugnable, recovecos escondidos más allá de la nada aparente.
Con el paso de los años, las sonrisas se convirtieron en gestos incomprensibles para la mujer y los sonidos emitidos desde su garganta, en extraños sonidos que parecía como si se desgarrasen en la entraña misma antes de llegar a ser… No cabía duda alguna, Olmedo era un ser especial, habitado por la nada como había llegado en aquella noche de tormenta, había sido condenado al mutismo indescifrable de cientos de voces agolpadas en su voz sin nombre… El abecedario no se recrearía en sus palabras… Un nuevo lenguaje habría de ser redescubierto por su madre.
La habitación de Antonia, amplia y espaciosa, se convierte en el albergue de dos solitarios inconfesos, escondidos cada uno en el silencio inexpugnable e incomprensible del otro. Cada mañana al despertar ella desata a Olmedo para darle el desayuno, invariablemente formado por un trozo de pan y la taza de café recomendada por los médicos para ejercer el poder de calmante natural de las ya muy agitadas mañanas del niño y cada mañana la mano derecha de Antonia es herida por los dientes de Olmedo, que alguna vez rompió con tal fiereza la piel a la mujer, que le causó un desgarro que con el paso de los años degeneró en un tic que siempre le hacía derramar en el blanco delantal del chico, alguna que otra cucharada de café, con la reacción de alborozo y deleite por parte del pequeño.
Dedicada como está Antonia a cuidar de Olmedo y sobreviviendo con los dineros que su padre le legara, dedica su vida a velar por el chico. Se hace una con él… Calla cuando él calla… Llora cuando el niño llora… Y se sumerge en su universo de vaciedad oscura cada vez que toma sus manos para esconderse juntos de un mundo que apenas se percata de su presencia… Por instantes, parece como si ella fuese la protegida y él el protector… Hace exactamente veintisiete años desde la primera vez en la que Antonia se iba a la piscina con Olmedo… Cada día en punto de las diez, se les veía llegar: Silenciosos… Ávidos… Expectantes… Irredentos solitarios del vacío misterioso de dos que se hablaban a través de los trozos de piel que no cubría la angustia… Este martes era especial, este sería el día… El grito roto desde los labios de Olmedo le recuerda su cometido: Besa de nuevo a su hijo y con una dificultad inusual lo lanza al agua, cuando ese cuerpo maltrecho se mece entre el vacío de sus brazos y el azul que le espera, la mujer reinicia su rosario de Padrenuestros y Avemarías lanzados al unísono con su hijo… Olmedo la mira desgarradoramente y todo el recinto se llena de un mutismo insondable… Con el último Padrenuestro redime Antonia su pecado mientras sus ojos cerrados se hacen ajenos al pánico escondido en la mirada de Olmedo, quien tiende sus manos torpes en dirección de las de ella… Pero Antonia no las ve… Todo ha sido consumado… Cuando las gotas de agua mojan sus pies, su frialdad la convoca a abrir los ojos para mirar por última vez el rostro de su amado… Entonces ocurre: Justo en el lugar de su cuerpo en donde habitaban sus brazos, al pequeño le han nacido alas… ¡Alas doradas!... Alas que le mueven libre… En el agua le crecen alas doradas a Olmedo… Antonia se sienta al borde de la piscina y contempla anonadada las brillantes alas de su pequeño… disfruta de aquella libertad sujeta al azul… Y llora desconsolada… Faltan pocos minutos para romper de nuevo las alas de su hijo… Y regresa cada día… y cada día a Olmedo le crecen alas doradas… Y Antonia lo olvida cada día… Antonia olvida las alas doradas… Y le lanza… Y le redime… Y se condena a regresar mañana… Cuando el viejo celador inicie su ritual de nicotina y café para romper la monotonía de un día que se antoja cansino y triste. Antonia se hace vieja y Olmedo requiere de las ataduras en sus manos frágiles para dormir serenamente… Y de un trozo de pan con café cada mañana… Y de los pasos cansados de la vieja que conduzcan a sus pies de ruedas a la piscina… Para vivir juntos “el día”…
Una mañana el viejo celador ya no recibe la visita de los dos silenciosos a las diez Antonia con su por siempre sempiterno silencioso Olmedo… A Antonia le nacieron ruedas en sus pies… y trituraron a su paso las alas doradas del niño de alas húmedas…
Lejana se encuentra ya la mañana cuando los vecinos de la vieja casona buscando el origen del aire enrarecido y asfixiante… Encuentran en la habitación de Antonia, dos pares de alas rotas clavadas cual daga punzante en dos pechos desgarrados por un grito que no llegó a nacer.
Hola BLANCA LIBIA HERRERA CHAVES,
Tu relato EL NIÑO DE ALAS HÚMEDAS tiene una extensión de 2.117 palabras con lo que inclumple el punto 3 de las bases que especifica que la extensión máxima debe de ser de 2.000 palabras.
Te invitamos a que retoques este relato o bien envíes otro relato que si tenga la extensión requerida.
Recibe un cordial saludo,
Pedro Escudero.
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