Nadie tenía muy claro por qué un buen día del cielo comenzaron a caer conejos blancos.
Al principio la gente se lo tomó a broma. Les hacían fotos o grababan vídeos del absurdo fenómeno que colgaban de youtube. Incluso se mofaron de ello en varios programas televisivos.
Cuando la lluvia de conejos se generalizó todo el mundo se dio cuenta de que algo extraño sucedía. Algo a lo que debían poner remedio de algún modo. Y a ser posible, cuanto antes.
Los dirigentes políticos explicaron que se trataba de un programa pionero para erradicar el hambre en el mundo. La prensa aseguró que era una maniobra publicitaria de la industria peletera. La oposición aunó fuerzas y acusó a los dirigentes de prepararlo todo para desviar la atención de los verdaderos problemas a los que había que hacer frente.
A pesar de lo que dijesen los conejos siguieron amontonándose unos sobre otros, cubriendo las calles con un manto blanco y rojo. Caían con estrépito, a base de golpes secos, destrozando las lunas de los coches. Atravesando techos.
Durante los primeros chubascos algunos viandantes murieron a causa de un certero golpe de conejo. Otros aprovecharon la ocasión para montar una peletería o un bar exclusivo dónde siempre se servía conejo al ajillo.
Los que no se comían terminaron por pudrirse extendiendo plagas por toda la tierra. Las ciudades quedaron sepultadas bajo trillones de cadáveres níveos y peludos.
Llegó un momento en que los conejos sobrevivían a la caída y el problema se agravó más de lo que nadie hubiese imaginado. Esos malditos conejos del infierno mordían. Se comían todo lo que podían. Como una marabunta o una plaga de langostas. Roían todo tipo de cables y cuerdas, se comían a las ratas, a las cucarachas, a los perros, a los gatos y a los bebés que no eran vigilados. La gente se volvió histérica. Clamó al cielo por una solución urgente. La situación se volvió insostenible.
Entonces, la prensa culpó a los dirigentes asegurando que su mala gestión había provocado semejante sinsentido. Los dirigentes lo atribuyeron a una confabulación de las grandes compañías aéreas para dominar el mundo, y la oposición se hizo eco de la prensa.
Los conejos asesinos atacaban en manadas y nadie podía pararlos. La población mundial se redujo a la mínima expresión. Los hombres aprendieron a vivir bajo tierra, ocultos durante el día. En lo más profundo del metro o de las alcantarillas, a la luz y al calor de una hoguera modesta, los hombres contaban a sus hijos espeluznantes historias sobre monstruos de orejas grandes, dientes de ardilla y piel de peluche blanca como la cal.
Con el tiempo los hombres perdieron la pigmentación de la piel. Se quedaron ciegos. Desarrollaron un sistema de radar basado en los ultrasonidos. Olvidaron el lenguaje, la tecnología, la educación y los instrumentos que antaño les servían para hacer tantas cosas. Lo olvidaron todo. Todo excepto la certeza de que, en la superficie, montañas de conejos hambrientos les esperaban.
Cuando cesó la lluvia de conejos comenzaron a caer chisteras del cielo.
Ya no le importó a nadie.
Bienvenida, Panamanuel
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