Su nombre era Amaranta. Era la mujer más bella que había visto nunca: alta, esbelta y delicada, con dos brillantes zafiros por ojos y una melena rubia que pretendía simular una cascada dorada. Cada mañana, al despertar, me obsequiaba con un beso de sus dulces labios y mirábamos juntos al tímido sol asomarse por nuestra ventana gótica. Por supuesto, estábamos casados, y nuestro matrimonio era la envidia de todo aquel que la conocía. Aún a veces creo poder verla, sentada en la playa sobre una roca, como la sirena que siempre fue para mí.
La conocí una noche de abril. Era un hermoso baile de máscaras veneciano. De todos a los que había asistido en mi estancia en Venecia, aquel era el más aburrido. Un grupo de mujeres de elevada edad me sonreía desde un rincón mientras yo intentaba simular no verlas cuando, en ese preciso instante, una mujer radiante como la luna en una noche oscura irrumpió en la sala y el público entero calló. Todos permanecieron en silencio mientras la extraña mujer se acercaba a mí y me rogaba un baile. Fue verla y me enamoré perdidamente de ella; supe que era ella con quien pasaría el resto de mi vida. Por eso, cuando la perdí, no pude aceptarlo.
La amé más de lo que ningún hombre amó ni amará jamás a una mujer. Le di todo cuanto pude ofrecerle, pero eso no bastó; la tuberculosis acabó con su vida cuando tenía apenas veinticuatro años. No pude soportarlo; no quería creerlo. Entonces traté de quitarme la vida, pero mis sirvientas hicieron todo lo posible por evitarlo, e incluso convencieron a un médico para que se quedase en casa los primeros meses y me tratase. Luego todo me dio igual.
Pasaron los años y creía verla en cada rincón de la casa, en la calle, en la roca de la playa... Terminé aceptándolo, diciéndome a mí mismo que Amaranta estaba muerta, que nunca más volvería a ver su dulce rostro, que su visión en cualquier lugar tan sólo era una alucinación, que tenía que olvidarla, aunque sabía muy bien que nunca podría hacerlo.
Diez años después de su muerte seguía llorándola. Por las noches apenas lograba dormirme sin su presencia a mi lado, y el sonido del viento me erizaba el pelo de la nuca y me hacía temblar de miedo a la oscuridad.
Una noche de invierno, estalló una fortísima tormenta de nieve. Yo yacía insomne sobre el lecho cuando la ventana de mi cuarto se abrió por la fuerza del viento y tuve que levantarme para cerrarla. Pero en cuanto puse un pie en el suelo y elevé la vista hacia la ventana gótica, allí estaba mi amada. Ya no era la mujer vivaz de mis alucinaciones, sino que vestía las mismas ropas que el triste día de su muerte y el semblante de su rostro aún conservaba el frío y pálido color. Convencido de que Amaranta estaba de verdad ante mí, rompí a llorar arrodillado ante ella. Le grité que la quería, que mi corazón seguía buscándola en las tinieblas más oscuras, que siempre la amaría y que sería suyo eternamente. Con una sonrisa seductora, acercó sus afilados colmillos a mi cuello y mordió mi carne dejando fluir mi sangre hasta desmayarme. Antes de perder el sentido totalmente pude oír cómo una sirvienta le decía a otra que había vuelto a intentar suicidarme.
Durante los años que siguieron hasta que he escrito estas líneas, Amaranta ha venido siempre a visitarme todas las noches de luna llena, mordiendo mi cuello suavemente, tanto que apenas lo he notado, llevándose unas gotas de mi sangre. Pero cada vez estoy más viejo y cansado, y sólo espero el día en que me encuentre de nuevo con mi querida Amaranta, a quien adoro, y que siempre permanecerá en mi corazón.
Me gusta la idea por morbosa de seguir amando a una mujer aunque ésta ya no sea el ser humano que fue en su momento... Quizás podrías haberlo desarrollado un poco más ese final, tenías espacio para ello.