EL DIABLO DEL VIENTO
Ante mí tenía la terrible visión de ese ser demoníaco que ya no era mi amada.
Con extenuados e inconmensurables esfuerzos había logrado atarla de pies y manos a un camastro antiguo de retorcidos barrotes y colchón mullido.
Estaba poseída.
Algo maligno y antiquísimo, inteligente a la vez que salvaje, había entrado en su cuerpo y apropiado ilícitamente de su mente.
No puedo expresar con simples palabras mis sentimientos encontrados para con ella. Por un lado, en los momentos calmos era sin duda la mirada suave pero penetrante de la Susan que conocía, lo que me hacía dudar y llorar mi corazón con lágrimas de sangre; pero por el otro, cuando sus manos vehementes e iracundas intentaban dar caza a mi persona, al pasar cerca de ella, sabía que ese ente del averno habitaba aún en el corazón de mi amor.
Mi alma, plañidera, me pedía a gritos que acabase con su dolor, pero mi egoísmo me impedía llevar a cabo tal sacrificio. ¿Vivir sin Susan? Imposible.
Durante días la alimenté en la antigua cabaña que teníamos en el valle del Ubrom. La caída de la nieve nos había pillado por sorpresa pues pensábamos abandonar el sitio al día siguiente para evitar que tal cosa sucediera. Maldito el destino que forjaron las hilanderas de la vida y la muerte.
Contaban las antiguas leyendas del Oeste que a veces, sólo a veces, en los años capicúas como era el caso, bajaba hasta el valle un demonio que gozaba de poseer al más inocente para volcarlo contra sus semejantes. Venía cabalgando en el fuerte y sonoro viento procedente de las altas y heladas cumbres del Gigatesh, y cuando encontraba a un pobre desgraciado o desgraciada éste no tenía salvación.
Rogué a nuestro bien amado Señor que nos concediera su gracia y la salvase.
Pasaron tres albas y Susan parecía recuperar en gran medida su carácter afable, sereno. Pero aún así no me fié y no afloje las ligaduras que la mantenían presa.
-Amor mío suéltame, afloja estas cuerdas y abrázame. No sé qué te ocurre para que me tengas así pues todo iba bien hasta que llegaron las nieves.
Había oído hablar de que el demonio usaba artimañas, subterfugios y engañifas propias de los grandes sabios de Valikatek y desconfié.
Ayer la maté.
Tenía que haberlo hecho antes para evitar indecibles padeceres pero no fui capaz, por ella y por mí.
Cuando llevé la insípida cena a su lecho, con gran padecer pues nos estábamos quedando ya sin comestibles en la despensa y no dejaba de nevar, ella, aún no he llegado a comprender cómo, soltó la cuerda que le aprisionaba la mano derecha y me golpeó en la cabeza con saña y fuerza. Conseguí salir de su alcance medio mareado no sin antes haber recibido un fuerte desgarro en mi mejilla.
De nuevo até a mi mujer a la cama.
Fui a la cocina, agarré el cuchillo con mango de cuerno de Eliu que nos habían regalado para nuestras bodas en Yullh. Volví al lecho y desabrochando lentamente los dos primeros botones de su camisón blanco hundí, entre ruegos, gritos de súplica y convulsiones el cuchillo en el pecho de mi amada Susan.
La sangre brotó a cascadas sobre su camisón, empapando las sabanas blancas, confidentes de noches de amor entre los dos.
Susan gritó que me quería mientras supuse que hordas de ángeles venían a recogerla y a defenderla del gran demonio que dominaba sus actos.
De repente, y sin saber exactamente por qué no pude evitar reír al ver el cuerpo inerte, bañado en rojo de mi Susan con el cuchillo erguido y triunfante clavado hasta la empuñadura.
Fuera el viento ululante corría entre los esqueléticos árboles, formando remolinos juguetones, y produciendo un ensordecedor ruido que competía en sonoridad con mis carcajadas.
Está simpático el cuento. Al principio no entendí por qué se reía al final, pero luego me di cuenta (o creí darme cuenta).
Está entretenido
Un saludete