El escritor y la nada
Cierto es que no escribía nada mal. Tampoco nada bien. Simplemente, no escribía. Y no por falta de empeño, pues derrochaba esfuerzos y dedicación al noble arte literario. Pasaba horas, días, semanas, sin pestañear ante la hoja en blanco. Se le secaban los ojos, se ulceraban las pupilas... pero ahí seguía, impertérrito.
Falso es que no encontrara las palabras, pues dominaba el habla con suma maestría. Su mente, un prodigio. Las letras, sumisas, se ordenaban formando palabras; y éstas se juntaban en sublime armonía creando oraciones pluscuamperfectas –o sea, más que perfectas–.
Ni prosa ni verso encerraban misterio alguno. Fuera narración o poesía, todos se abatirían rendidos ante su erudición.
Pero la hoja seguía en blanco.
¡Y no! ¡no es eso! –Perdóneme, mi buen lector, la arrogancia de pretender adivinar sus pensamientos–. Pero es que... Ideas tenía y buenas, incluso geniales... solo que siempre tarde.
¡Eso es! ¡Tarde! Tenía grandes ideas, que serían tremendamente originales... si no fuera porque no lo eran. Quiero decir, que nunca había tenido una idea que no se le hubiese ocurrido antes a alguien.
Su problema era el google –¡Exacto!, el buscador de Internet–. Cada vez que una luz iluminaba su mente corría ansioso e introducía las palabras claves en el buscador... 0,237434 segundos y ... ¡1.738 coincidencias!. Y entre estas, invariablemente aparecía su idea, plagiada unos años antes. ¡Maldito google!
Convirtió su vida en una búsqueda. Encontraría la idea perdida. Cuan contradictorio resulta que el gran objetivo de su búsqueda era... no encontrar nada. Esperaba ansioso que pasaran los 0,237434 segundos, que se le hacían una eternidad. Algún día, obtendría el ansiado resultado: ninguno. Google se rendiría y mostraría avergonzado: “0 resultados encontrados”.
Probó con las artes milenarias de concentración. Se convirtió en maestro del yoga, levitó sobre el suelo, alcanzó el Nirvana. Su mente se llenó de palabras inconexas: Fe, alegría, sueño, manta, perro, azul ...; se sucedieron cientos de ellas. ¡Por fin!, una gran idea. Las escribiría, una tras otra. El lector se vería atrapado en la secuencia, sin frases, tan solo la cadencia interminable de palabras.
No aparecían. El google, contrariado, no encontraba coincidencias. ¡Lo había conseguido!
Lo celebraría. Fue a una terraza de verano, una de esas que ponen en la Castellana. Al fondo distinguió las luces navideñas <<claro, por eso no están las terrazas de verano >>–Pensó. Entienda señor leyente, y disculpe la nueva intromisión, que nuestro protagonista es un escritor, por lo que vive algo aisladillo del mundo real y claro, ciertos despistes son razonables.
Lo que vio después le partió su alma de escritor, pero no por la mitad, sino en miles de pedacitos, como un cristal que estalla. Las luces navideñas no eran otra cosa que una serie de palabras inconexas... sus palabras. Una tras otra.
Con el alma partida se entregó a la bebida, que era señorona bien entrada en carnes y años; y aunque ebria, resultó ser buen enmiendo para su desconsuelo.
Por la mañana aún seguían encendidas las luces: desafiantes, soberbias, irreverentes. La lujuria le había nublado la mente, se sentía confuso, algunas ideas rondaron su mente, pero se escabullían en la sinrazón. Y por fin lo entendió. Su mente era demasiado brillante, tanto que las ideas pasaban demasiado deprisa, sin tiempo a atraparlas. Debía ralentizarla.
Pasó días, semanas, años sin dormir. Dejó que sus pensamientos se fueran espesando. Las ideas fluían más lentamente, empezaba a entenderse. Pero faltaba algo más. Tendría que recurrir a otros métodos.
El alcohol no bastaba, ni siquiera con güisqui nacional. Lo intentó con derivados opiáceos, probó con anfetaminas, marihuana, cocaína, sintéticas... Su mente se nublaba cada vez más. Nuevas ideas empezaban a surgir entre la niebla, más nítidas, casi comprensibles... pero aún inalcanzables.
Debía descender aún más en las profundidades de su mente. Allí en las cloacas de la inconsciencia, entre pensamientos mugrientos, hallaría la inspiración. Quizás, anulando la razón, el carcelero de las grandes ideas. ¿Y si enfermase gravemente? Puede que los delirios le condujeran ante la tan deseada musa.
Probó bañándose desnudo en la Cibeles, por aquello de la fiebre blanca. Pero nada, debía tener anticuerpos. Se lanzó al Manzanares, incluso echó un trago. Otro fracaso, ni una puñetera indisposición. Se paseó por los hospitales, se coló en las plantas de infecto contagiosos... nada, ni un mísero catarro.
La desesperación le llevó al McDonald’s.
Cincuenta y siete de fiebre. Se descomponía, la vida se le escapaba putrefacta entre las piernas. El hedor emanaba por doquier, temblaba, sudaba, pero lo consiguió: por fin deliraba. La muerte se acercó, seductora... ¡Pero no!, no esa muerte horripilante vestida de negro y con una hoz. No, esta era un teletubbie. Si, una de esas criaturas con sonrisa estúpida, vestida con pijama de bebé y una antena en la cabeza. Le había traído de vuelta a la infancia.
Y entonces lo comprendió. Esta vez si. Entendió que la fantasía se pierde en la infancia. Luego... la nada. En la adultez, los momentos de inspiración, son tan sólo recuerdos.
Escribiría sobre ella: la nada. Contaría como la única forma de vencerla es la fantasía, y como ésta sólo se puede encontrar en la infancia. Por fin, podría escribir, no pararía. Escribiría una larga historia... una historia interminable.
La idea era genial, pero...
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