Llegó el futuro que miles de generaciones de pacifistas habían soñado, el Reino de los cielos que denominaron otros. Abolidos los ejércitos, olvidadas las guerras, repudiado el trabajo y sin necesidad de responsabilidades, sólo quedó el disfrute hasta el hartazgo.
Cupido entró en el local silbando una tonadilla melancólica. Hacía días que no conseguía despegársela y tenía la impresión de que estaba minando algo en su interior. No obstante, cuanto más pretendía luchar contra ella, con más insistencia volvía a sus labios. Al final, decidido a obtener al menos una victoria pírrica, concluyó que lo mejor sería sentarse a charlar con alguien.
Como marcaban los cánones del firmemente instaurado estilo neopanhelénico, la sala estaba articulada en torno a un impluvium artificial que los visitantes podían utilizar a modo de piscina. Alrededor del mismo se habían creado varios espacios, más o menos relajados e íntimos, para que la gente se dispusiese en grupos o en solitario. Las trampillas de distribución de bebida y comida salpicaban el suelo por doquier para evitar que la gente se congregase en puntos estratégicos echando a perder el conjunto.
Tras un rápido vistazo, Cupido se dio cuenta de que, a pesar de la aparente variedad étnica y de vestimenta, sus posibilidades eran más bien reducidas, así que se acercó a un grupo indeterminado de gente en el que, aparentemente, predominaban las mujeres.
—Salud para todos —saludó alzando la mano lánguidamente—, mi nombre es Cupido.
—Eros —respondió un mulato ataviado con un colorido y amplio conjunto de corte neoafricano—. Siéntate con nosotros y comparte nuestra conversación.
Dos muchachas gemelas, de marcadas facciones orientales y vestidas con vistosos conjuntos de plumas y pieles de cebra, le tendieron sonrientes un par de cuencos, uno con una densa bebida anaranjada y el otro con gajos de cítricos. Cupido los tomó complacido.
—Debatíamos —intervino un joven de cabellos rizados que estaba totalmente desnudo y ebrio— sobre el nuevo tren intercontinental. Al parecer circula demasiado rápido para poder disfrutar del viaje. Hay quien opina que, precisamente por ello, garantiza el derecho universal a viajar.
Cupido se dio cuenta rápidamente de que la conversación estaba bien avanzada y las posiciones afianzadas. Tal vez su opinión permitiera darle un nuevo enfoque al viejo tema del medio y el fin.
—El derecho al viaje es totalmente absurdo —terció una robusta mujer cubierta de tatuajes— cuando el mundo entero se ha convertido en una copia de sí mismo. ¿Qué interés tiene ir hasta Shangai si allí encontraré lo mismo que en Toulouse? En otros tiempos la gente tenía amigos, gente a la que apreciaba por encima de los demás y que justificaba la necesidad de viajar. También tenían vínculos familiares.
La mayor parte del grupo rió alegremente, como inconscientes campanillas. Las referencias a los tiempos antiguos solían resultar jocosas en sí por lo incomprensibles que resultaban.
—Bueno —intervino Cupido dispuesto a dar, como de costumbre, una nota picante a sus conversaciones—, en aquella época existían otros viajes que no eran de placer.
—Sí, claro —le secundó el muchacho desnudo dedicándole una mirada lasciva—; las investigaciones científicas, los trabajos, las guerras y todas esas cosas —enumeró vagamente sin tener muy claro el significado de esos conceptos—. ¡Qué suerte haber nacido en esta época en la que no hay que trabajar! —exclamó con fingido alivio—. ¡Benditos robots que nos dejan todo el tiempo para lo que cuenta!
—Bueno, los robots no lo hacen todo solos —terció con candidez una de las gemelas para captar la atención, de nuevo, del joven desnudo—. También están los científicos.
—Ya, como los del estudio de las sombras —interrumpió Eros desatando una carcajada general. Después, a los gritos animados de “cuéntala de nuevo”, el mulato entonó por tercera vez en aquella velada la historia que había leído, semanas atrás, en una revista divulgativa—. Resulta que un grupo de científicos ha descubierto que las sombras no son un efecto físico, sino un parásito que nos succiona la luz circundante. ¿No es escalofriante?
Cupido sintió, al terminar la breve anécdota, cómo su desazón aumentaba. Era la misma sensación que le había causado la persistente tonadilla. Era una impresión vaga que le corroía por dentro. Después de beber un largo sorbo de su cuenco de bebida anaranjada se animó a luchar contra esa sensación de un modo activo.
—¿Y no creéis que alguien debería hacer que estudiasen cosas más importantes?
Como si aquello hubiera sido un chiste, todo el grupo estalló en carcajadas.
—No entiendo qué quieres decir —comentó el joven desnudo mientras, al mismo tiempo, se reclinaba sobre una de las gemelas para besarle suavemente en el cuello—. Arte y disfrute —entonó con un cierto histrionismo antes de arrebatarle de un mordisco una pluma a su pareja—. ¿Por qué no sería importante estudiar a las sombras? Su oscuridad es una forma de arte. O de ausencia de arte.
—No sé —terció Eros para seguir escuchando su propia voz, para notar su efecto estético sobre el auditorio—. Los robots se encargan de la comida y ya no se han vuelto a detectar casos de agresividad desde hace un siglo. ¿Qué podríamos necesitar investigar?
Cupido, aunque se sentía de acuerdo de un modo racional con la idea expuesta por el joven, sentía que algo no encajaba. Algo no iba bien. Algo no iba bien con la tonadilla. Algo no iba bien en su cabeza. Algo no iba bien en el mundo.
Echó una mirada a su alrededor para buscar un ejemplo más tangible, algo en lo que sostener su tesis, pero el local neopanhelénico no daba muchos asideros. La gente semidesnuda, las columnas imitando el estilo griego, los infatigables distribuidores de comida y bebida, los vomitorios, los jóvenes retozando sin complejos, los animales, ni salvajes ni domesticados, remoloneando en torno a los hombres, las suaves ondas en la piscina cubierta de nenúfares… nada parecía cuestionable.
El suyo era un mundo sin crímenes, sin trabajos, sin preocupaciones. Sólo arte y disfrute. Libre, sin límite ni cortapisas. Pero aquella tonadilla no iba bien.
—Bueno, tal vez deberían estudiar enfermedades —aventuró—. Es lo que hacían antes los científicos.
Eros, que era ya prácticamente el único interesado en el tema, se le acercó un poco más y le dio de comer un gajo de naranja mientras le decía, algo burlón:
—No serás de ésos que cree que la gente no vuelve de los tanques de recuperación... —Y después, como queriendo mostrarse conciliador, por si ésa fuera la realidad, añadió—: hay que tener en cuenta que es raro volver a encontrar a la misma persona después de un tiempo. Todo el mundo se mueve, cambia de ambientes. No es que los robots los reciclen en salchichas.
Cupido bebió un poco más del liquido anaranjado antes de intentar retratar lo más nítidamente posible aquello que le molestaba.
—Tengo la impresión de que erramos sin sentido. ¿Realmente cambiamos de ambientes? El mundo ofrece lo mismo en todos lados. La gente parece cogerle más cariño a los monos —exclamó al ver a un macaco que se acercaba al grupo— que a los otros seres humanos. Una cara para cada noche —citó el refrán popular.
—¿Y tú querrías ser mi cara de esta noche? —le invitó Eros algo aburrido ya de la divagación filosófica. Como buen hombre de su tiempo, al mulato le resultaba complicado centrar su atención demasiado en un tema. Por eso sus anécdotas eran cortas, acordes a su personalidad voluble.
Cupido, por el contrario, no conseguía abandonarse a ese placentero cambio perpetuo dentro de la jaula de oro. No desde que la melodía melancólica se instalara en su cerebro con una perseverancia que ya no existía en ningún campo de su civilización. Incapaz de desterrar la desazón de su ser, se levantó y abandonó a sus recién conocidos acompañantes.
—Salud para todos. Creo que me voy a retirar —dijo con una lánguida nota de tristeza en la voz.
Eros, sin perder la sonrisa por un instante, se volvió hacia el escalón en el que el joven desnudo retozaba con las gemelas. Sin sentirse apenas contrariado por el rechazo del otro joven, se unió al trío.
En las terrazas exteriores hacía un poco de frío, por lo que Cupido decidió buscar un lugar cubierto donde dormir, o al menos donde tumbarse. Hacía mucho tiempo que los espacios privados se habían abolido. Dado que el servicio de limpieza prestado por los robots era comunitario, no tenía sentido conservar viejos conceptos como la propiedad particular. Desde hacía siglos, la gente dormía en donde le venía en gana. Algunas veces tenían pesadillas en las que monstruos les atacaban, pero no era algo que no se pudiera solucionar con un cambio de dieta y algunas distracciones. Después de todo, hacía mucho tiempo que no se detectaban comportamientos violentos. ¿A qué servirían, si todo estaba disponible para todo el mundo?
Todavía acosado por el influjo de la pegadiza melodía melancólica, Cupido se subió las solapas de la chaqueta y comenzó a descender unas escaleras. Al poco rato decidió cambiar de camino: un pequeño macaco golpeaba con saña un coco contra los escalones, los ojos brillando en la oscuridad. Por un momento, al ver al animal, sintió cómo la desazón se acrecentaba en su pecho. No hubiera podido decir por qué, pero tenía la impresión de que aquel simio tenía algo de lo que el carecía. Y era algo mucho más relevante que un coco.
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