Algunos, cuando se enamoran, piensan que ese sentimiento les durará para siempre. Que por mucho que duela, por mucho que se sufra, su amor permanecerá imperturbable, por mucho que el amado en cuestión les ignore, les rechace o les desprecie.
Desgraciadamente, yo era uno de esos pardillos. Desde que tenía uso de la razón había estado perdidamente enamorado de Teresa. Sin embargo ella, una belleza de pelo amarillo y mirada oscura, no era ni de lejos tan romántica como yo. Teresa simplemente se dejaba llevar. Aunque eso implicara muchas veces terminar con tipos que la utilizaban como a un pañuelo de papel.
Yo sufría y sufría notando su indiferencia hacia mi hasta que un día, concretamente la madrugada de la verbena que se celebraba anualmente en honor a San Pompocio, patrón de nuestro pueblo y de nuestra isla, después de bailar, beber y reír toda la noche, conseguí convencerla para que viniera conmigo a desayunar.
Entramos en la panadería del pueblo y compramos dos bollos repletos de chocolate. Salimos a la calle y bajando por la Avenida Principal llegamos a la playa. Yo estaba tan nervioso que no podía parar de sudar. Apenas nos dijimos nada en todo el camino. Finalmente nos sentamos frente al mar y, aún callados, nos comimos el desayuno. Una vez zampados los bollos la miré y vi que tenía chocolate en los labios. Entonces no pude resistirme más y la besé suavemente en los labios, lamiendo el chocolate. Al sentir el gusto del dulce mezclado con el calor de sus labios casi me deshice de placer. Ella enseguida me correspondió metiendo su lengua en mi boca, mientras yo notaba como de repente mis pantalones se estaban quedando estrechos.
- ¡La ostia! ¿Qué es eso? – dijo ella de repente interrumpiendo el beso.
Yo intenté recomponerme y procesar de qué estaba hablando y qué cojones era lo que había causado tan molesta interrupción. Teresa, con los ojos como platos, estaba señalando con un dedo tembloroso el mar. ¿Era una barca?
Su asombro no era para menos pues hacía infinidad de años que no llegaba nadie a la isla. El último fue Rafael El Posadero y de eso ya hacía más de treinta años (aunque le seguían llamando forastero).
- ¡Joder! ¡Hay que avisar a los del pueblo! ¿Quién coño será? – grité yo. Me salió un pequeño chillido, como si fuese un cerdito asustado, que intenté en vano disimular con un carraspeo.
Para cuando hubimos avisado a toda la gente del pueblo, la barca ya había llegado a la playa. La mayoría estaban durmiendo la mona cuando llegamos gritando a la plaza pero ahora todo el mundo estaba expectante.
De la barca bajó un hombre de mediana edad. Tez morena y pelo rizado largo. Llevaba unas ropas extrañas de las que colgaban numerosos cacharros: ollas, cuchillos, cuerdas, pela-patatas, imanes… Llegó a la orilla y nos miró. Sonrió (esa sonrisa explicaría mucho muchos años más tarde) y se derrumbó cuan largo era sobre la arena.
Dos horas más tarde el extranjero despertó. Seguía habiendo una muchedumbre contemplándole. En aquel rincón del mundo una cosa así no pasaba todos los días, nadie estaba dispuesto a perderse el espectáculo, por mucha resaca que empezaran a tener. El hombre, al ver tantos ojos clavados en él supo que era la hora de las explicaciones.
- He venido para sacaros de aquí – dijo con un raro acento, sin pronunciar las erres – para ofreceros libertad, ¡para ofreceros el mundo! Sé que habéis estado encerrados en esta diminuta isla demasiado tiempo. ¡Construyamos barcas y venid conmigo!
Cuando oí esas palabras pensé que nadie le tomaría en serio, pero al mirar las caras de mis vecinos, sobre todo aquellas caras más jóvenes, comprendí que la idea de conocer algo más que nuestro pequeño hogar era algo muy tentador como para dejarlo escapar.
Pero como me moría de sueño y estaba enfadado porque se había perdido mi única oportunidad con Teresa me fui a casa. De repente había dejado de interesarme la barca, el extranjero y todo lo demás. Necesitaba descansar.
A la mañana siguiente todo el pueblo hablaba de los fantásticos mundos que les había descrito el extranjero. Animales salvajes, plantas exóticas con flores gigantes, enanos con pelo de colores y mujeres de tres ojos; cualquier maravilla era posible en el paraíso que describía el recién llegado. Yo seguía pensando que era un chiflado, que pronto la gente se cansaría de él y qué todo volvería a la normalidad.
Para mi completa estupefacción, al poco tiempo empezaron a construirse embarcaciones para partir con él. Yo, que no tenía ni la más mínima intención de abandonar mi hogar, intenté sabotear con poco éxito lo que me parecía un absurdo y descabellado plan.
Luche sin demasiado empeño tratando de convencer a cuantos me encontraba por la calle de que no abandonaran la isla, su hogar. Pero un día llegué a la playa y vi a Teresa. Estaba transportando madera hacia las nuevas embarcaciones. Sudaba y llevaba su pelo amarillo recogido en un moño alto. Se detuvo junto al extranjero, quien dirigía las faenas, y le miró con una cara tan embobada, sintiendo tal admiración por él que me di cuenta que ella también se iría. Allí finalizaron todos mis esfuerzos contra el extranjero. Jamás he sido un buen luchador.
Enormemente deprimido me metí en casa y no salí en dos semanas. No quería saber nada de aquel asunto. Quizás si dejaba pasar el tiempo, la próxima vez que saliera a la calle todo habría terminado. El extranjero se habría marchado sólo, tal y como había llegado.
No fue así. Cuando al fin reuní los ánimos para salir me contaron que se habían marchado unos cincuenta jóvenes (lo que representaba un diez por ciento de la población de la isla). Teresa estaba entre ellos. Así fue como la perdí. Sin haberla tenido nunca. Sin haber peleado por ella.
Muchos años más tarde, cuando mi piel ya se había arrugado y el pelo se me había caído, algunos regresaron a la isla. Muy pocos. Eran viejos y estaban cansados. Buscaban un poco de paz donde algún día habían sido jóvenes felices. Contaron que sí habían conocido nuevos mundos, animales salvajes y plantas exóticas. Pero también la guerra y el hambre. La enfermedad y la injusticia. Pero lo que sobre todo se veía en sus caras era una profunda decepción.
Pregunté por Teresa pero nadie me supo contestar.
- ¿Teresa? ¿Quién es Teresa?
- Nadie – contesté.
Ufff! casi no llego! que conste que en mi ordenador aún no es medianoche!