Morir a los catorce
La débil luz de la luna se extendía perezosa, apenas iluminando el sendero del frondoso bosque por el que corría la muchacha. Iba descalza, llevando sólo unos calcetines blancos y un pijama de un color rosa apagado. Se llamaba Laura, acababa de cumplir catorce años, y sabía que esa era la noche en que iba a morir. Su perseguidor estaba cada vez más cerca. No podía oírlo, pero lo percibía. La cabeza le palpitaba con fuerza, notaba un fuerte pitido en los oídos y el corazón le latía desbocado. Sentía un miedo aterrador que sabía que se apoderaría completamente de ella y la paralizaría si tan sólo se paraba un segundo a recuperar el aliento. Volvió a pensar en sus padres, en su hermana pequeña, en los gruesos goterones de sangre que caían pesados al suelo deslizándose desde la brillante hoja del machete que sostenía aquella enorme figura enmascarada, vagamente iluminada por la pequeña hoguera, allí de pie, en mitad del campamento que había montado la familia entre risas la tarde antes.
Recordó el hecho que le había permitido escapar con vida: era bien entrada la noche y Laura no había podido resistir más. Llevaba casi una hora intentando aguantar las ganas de orinar. Hacía mucho frío fuera de la tienda, pero al final decidió enfrentarse al relente de la noche antes que arriesgarse a hacerse el pipí encima. Se alejó de las tiendas porque sabía que se moriría de la vergüenza si por casualidad alguien la viera y cuando terminó de orinar se perdió durante unos minutos intentando regresar al campamento. Su padre siempre decía que Laura había nacido sin sentido de la orientación, y era cierto. Pero fue por ese pequeño detalle que aquella figura no la había encontrado en la tienda junto con su hermana Noelia.
Y ahora Laura corría, mientras las lágrimas se deslizaban por sus sonrosadas mejillas. Y aquel hombre, aquella bestia, corría detrás de ella.
Pasado el primer momento de salvaje y desbocado terror, un pensamiento fugaz había cruzado la mente de la chica: tenía que encontrar la caseta del guardabosque por la que habían pasado el día antes. Si lograba llegar allí, aquel hombre dejaría de seguirla y podría conseguir ayuda para su familia. Quizás no estaban muertos, quizás solo estaban malheridos, quizás todavía podía salvarlos, quizás…
Tropezó con la raíz traicionera de un árbol y cayó al suelo con un golpe seco y sordo. Dejó escapar un grito de sorpresa. Intentó levantarse, confusa y desorientada, y el tobillo derecho le falló, mandándola de nuevo al suelo. El dolor la hizo sollozar. Bajó la vista y vio como su tobillo se empezaba a hinchar. Posó la mano con cuidado y la apartó con rapidez al sentir un relámpago de dolor al contacto.
Miró desolada a su alrededor, y por una fracción de segundo pensó en rendirse. Apretó los dientes con fuerza y, agarrándose a un árbol cercano, consiguió incorporarse haciendo caso omiso a las punzadas que empezaron a sobrevenir cada vez que apoyaba el pie derecho en el suelo y que se superponían sobre el dolor sordo y constante que sentía en el tobillo. Empezó a renquear, dirigiéndose hacia donde esperaba, rezaba más bien, se encontrara la caseta del guardabosque.
Recorrió no más de una docena de metros cuando casi chocó con la oscura figura que apareció de improviso delante de ella. Un grito de terror escapó de sus labios mientras se echaba hacia atrás.
—No, por favor, no… —suplicó con voz entrecortada. Pensó en luchar, pero estaba cansada, tan cansada…
La figura no dijo nada y Laura supo que no hacía falta. Comprendía lo que venía ahora. El machete la atravesaría una y otra, y otra vez. Ella notaría cada punzada cortando su cuerpo. Y dolería. ¡Cómo dolería! Pero sólo durante unos instantes hasta finalmente desaparecer. Resignándose a su destino, cerró los ojos y esperó. En lugar de la fría hoja mancillando su cuerpo escuchó:
—Veruntamen in hoc nolite gaudere, quia spiritus subjiciuntur vobis: gaudete autem, quod nomina…
Empezó a sentir una curiosa sensación de ingravidez, una extraña calma que la invadía. Y entonces recordó. Entonces supo. Fue consciente de aquello que una parte de ella ya sabía, del pensamiento que se le escapaba de entre los dedos como si fuera humo siempre antes de llegar a formarse, igual que se escapa la memoria de los sueños de la noche anterior al despertarte por la mañana.
—Estoy muerta.
La figura pareció vacilar un momento antes de continuar:
—…vestra scripta sun in coelis…
—Estoy muerta, ¿verdad? —repitió, esta vez dirigiéndose directamente a la figura delante de ella.
La figura se acercó un poco y Laura pudo verle bajo el reflejo de la luna. Era un muchacho joven, no podía tener más de veinte o veinticinco años. Parecía desconcertado. El chico había escuchado que esto podía pasar a veces, pero nunca le había ocurrido algo semejante durante su corta experiencia en su trabajo.
— ¿Sabes…? ¿Sabes que estoy aquí? Es decir, ¿puedes verme?
Ella ignoró la pregunta y repitió:
—Estoy muerta, ¿verdad?
El muchacho tragó saliva y asintió.
—Moriste aquí una noche de verano, hace dos años. Te encontró el perro del guardabosque a la mañana siguiente.
Ella se quedó callada por un momento, como si intentara dar sentido a lo que él le estaba diciendo.
— ¿Mi familia…?
El rostro del joven se ensombreció.
—Murieron esa misma noche. Los tres. Pero tú eres la única que sigue apareciendo en este bosque noche tras noche, reviviendo tu muerte y asustando a los campistas que visitan la zona.
—Intenté huir —dijo ella, hablando más para sí misma que para el muchacho —Intenté buscar ayuda —continuó, con la voz entrecortada por la emoción. —Mi hermana, mi hermanita… mi madre siempre me dijo que cuidara de ella…
—Lo hiciste. Buscaste ayuda. Luchaste hasta el final. Incluso ahora lo sigues haciendo, pero ya no tiene sentido. Tienes que dejarte ir. Ha llegado el momento de descansar.
Durante un rato ella no dijo nada. Cuando volvió a hablar la voz sonó fría y cortante.
— ¿Y el asesino? ¿Qué fue de él?
—Lo capturaron. Está muerto. Se ha hecho justicia. Ya puedes descansar Laura. Puedes dejar de correr.
—Sólo tengo catorce años. No es justo. Hay… había tantas cosas que quería hacer —dijo ella bajando la vista—. Nadie debería morir con catorce años. No es justo.
—No, no lo es.
El joven no dijo nada más, pues tampoco sabía que más podía decir. La muchacha tenía razón. No se merecía lo que le había ocurrido, pero raras veces la vida es justa.
—Laura… tengo que continuar. Tu lugar ya no está aquí. Me resultaría más fácil si no opones resistencia.
— ¿Dónde iré? ¿Estaré con mi familia?
—No lo sé. Espero que sí.
Ella levantó la mirada. Había una nueva serenidad en su rostro. Un sentido de aceptación.
—Hazlo.
Él asintió y comenzó de nuevo:
—Veruntamen in hoc nolite gaudere, quia spiritus subjiciuntur vobis: gaudete autem, quod…
La sensación de ingravidez volvió con más fuerza, y Laura se dejó llevar por ella sin oponer resistencia. Empezó a sentirse cada vez más ligera y su conciencia se fue difuminando, diluyendo, poco a poco.
Miró por última vez el lugar donde había muerto y luego prestó atención al muchacho mientras éste cerraba el libro y la observaba con rostro serio y solemne.
"No esté triste", intentó decirle. "Está bien. Todo va ir bien." Pero las palabras empezaban a perder su significado y de alguna manera ya no parecían tener importancia.
Antes de desaparecer por completo y de que su conciencia finalmente la abandonara logró murmurar una última palabra de gratitud dirigida a aquel muchacho.
—Gracias —le dijo.
Y sonrió.
Bienvenido/a, Victor Mancha
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