Última misión(CF)

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Gandalf
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-Me alegro que haya acudido tan rápido -dijo el hombre grueso, sentado detrás de un enorme escritorio de roble-. Supongo que sabe que este asunto es urgente, y que ha de llevarse con toda discreción.
 
Max Schredder observó durante un rato al presidente de la Federación antes de contestar. Se ocultaba en una esquina ensombrecida para no ser reconocido.
 
-Sí, lo sé, señor presidente -dijo-. Y le aseguro que seré discreto.
-Perfecto -replicó el presidente-. Le espera una aeronave en la fachada. Allí se encontrará con el capitán general de la armada. Él le hablará más en profundidad de todo este asunto. También le entregaré un dossier con información del objetivo, aunque su ubicación es material clasificado de la armada, así que sólo el capitán general tiene acceso a ella. ¿Quiere acercarse a recoger el dossier?
-Mejor tírelo hacia mí -contestó Max.
 
El presidente sonrió y cogió una carpeta roja y la lanzó hacia la esquina donde estaba Max. Schredder la miró un momento y luego volvió a centrar su atención en el cliente.
 
-¿Eso es todo, señor presidente? -preguntó.
-Sí, es todo -dijo el presidente de la Federación-. Sólo una cosa más. Recuerde ser discreto. No nos conviene que este asunto salte a los medios. Digamos que nuestra imagen resultaría seriamente dañada. Me comprende, ¿verdad? Bien, póngase en marcha de inmediato. Su dinero será abonado en su cuenta después de finalizado el trabajo. Buenos días, señor Schredder.
 
Max asintió en las sombras, aunque el presidente apenas lo percibió, y se dirigió a la puerta de salida del despacho. Antes de atravesarla, se tapó la cabeza con un pasamontañas. Recorrió el pasillo hasta encontrar un teletransportador. Entró en el interior de la cámara acorazada, pulsó el botón deseado y su cuerpo se desintegró para integrarse de nuevo en la fachada. Tal como había dicho el presidente, el capitán general esperaba junto a una enorme aeronave plateada. Al lado de él estaba su sirviente alienígena. El rostro verde y su baja estatura le indicaron que precedía del planeta X-2. Sostenía un maletín que tenía un complejo cierre de seguridad. El general miró con desprecio al sirviente y le propinó un fuerte puñetazo en el brazo. El alienígena gimió de dolor antes de apresurarse a entregarle el maletín a su amo. El general empujó despectivamente al criado, se acercó a Max y sonrió.
 
-Estos alienígenas son idiotas, no sirven para nada -dijo, y alargó la mano hacia Max-. Soy Raúl González, el capitán general de la Armada. Es un placer conocerle.
-Encantado -respondió Max secamente, después de quedarse mirando la mano del general-. ¿Podemos ponernos ya manos a la obra?
-Sí..., sí -replicó Raúl, viéndose como un idiota con la mano estirada-. Mejor se lo cuento todo de camino -empezó a gritar-. ¡Gorka, estúpido! ¡No te quedes ahí como un pasmarote y entra en la cabina de la nave!
 
El alienígena reaccionó al instante y corrió hacia el vehículo. Por su parte, Raúl cedió el paso a Max, que le miró fijamente durante un rato y luego empezó a caminar. Cuando estuvieron dentro, Gorka accionó los motores nucleares de la aeronave e hizo que se elevara en el aire, para después salir disparada. Los motores propulsados por combustibles fósiles hacía siglos que habían dejado de utilizarse.
Mientras la nave volaba silenciosa y velozmente, Max estaba sentado solo, con el dossier en las rodillas. Raúl se reunió con él al poco tiempo, y se sentó en la butaca en frente de él. Cuando Max le preguntó por el objetivo, el general le dijo que mirase primero el dossier. Schredder abrió la carpeta y vio una foto del fiero, peludo y ancho rostro de un duluniano, procedente del planeta Dulu. Debajo de la fotografía había un único nombre, Uck.
 
-¿Un alienígena? -preguntó extrañado Max.
-Ese alienígena es Uck, el líder de la Resistencia -contestó Raúl-. Él es el objetivo.
-¿Tanto revuelo por un alienígena? -insistió Max-. ¿Tanto secretismo y discreción por un alienígena?
-Las cosas no son como antes -dijo Raúl-. Los alienígenas reclaman sus derechos, aunque no tengan ninguno. Sin embargo, determinados colectivos empiezan a luchar por los derechos de los alienígenas, y todo esto se lo debemos al señor Uck. Aunque es uno de esos estúpidos extraterrestres, tiene el don de la palabra y un discurso convincente, y mucha gente empieza a unirse a su causa.
-Y ustedes quieren que lo asesine, ¿no es cierto?
-Asesinato es un palabra muy fea, señor Schredder. Recuerde que según nuestras leyes, matar a un alienígena en ningún caso se considera asesinato. Pero eso puede cambiar si Uck continúa con su discurso. Si la gente que apoya a los alienígenas sigue aumentando, podría considerarse un cambio legislativo. Los alienígenas son como ratas, una plaga.
-Humanos, alienígenas, ¿qué diferencia hay? -replicó Max, y se recostó en el asiento-. No me mire de esa forma, general. Haré lo que me pidan, siempre y cuando paguen lo acordado.
 
Raúl se levantó aireado y cambió de habitáculo caminando con largas y furiosas zancadas. Max vio cómo salía y sonrió para sus adentros. Él no tenía nada en contra de los alienígenas. No sentía más desprecio por ellos que el que sentía por los humanos, e incluso por el que sentía por él mismo. Cerró los ojos y pensó con tristeza en la sociedad en la que vivía. En teoría, había más libertas y menos desigualdades sociales que en el pasado, pero la gente parecía no darse cuenta que en realidad seguían siendo controlados por el gobierno, y que incluso ellos seguían comportándose con el mismo egoísmo que antes. Seguían temiendo lo desconocido, y ese temor se traducía en prejuicios y.... ¡Idiotas! ¿Acaso no trataban a los alienígenas del mismo modo en que trataban a los negros hace casi 500 años? Con el paso de los años, Max había llegado a la conclusión de que lo mejor era vivir su propia vida, amasar todo el dinero que pudiese y retirarse a algún lugar donde nadie le molestase. Además, esa sería su última misión. Ya estaba harto de tanto encargo del gobierno. Se merecía un largo descanso.
 
La aeronave siguió volando a gran velocidad hasta que se hizo visible un pequeño islote rocoso. Gorka realizó unas cuantas maniobras y aterrizó la nave en la costa oriental de la isla. La portezuela se abrió y salieron juntos Max y el general. Raúl le hizo entrega del maletín y de un pequeño mando a distancia.
 
-Este maletín contiene un fuerte explosivo -dijo-. Después de acabar con Uck, colóquela en cualquier lugar de su refugio. Cuando salgamos de aquí y estemos a una distancia segura, pulse el botón del mando. Le aseguro que los fuegos artificiales serán impresionantes -lanzó una carcajada, sacó un plano de su chaqueta y también se lo entregó-. Hemos estado estudiando vía satélite el escondite de la Resistencia. Este es un plano del mismo. Sígalo y encontrará el cuarto de Uck -señaló una pequeña abertura en la roca, oculta bajo un montón de algas marinas-. Ésa es la entrada a la base de la Resistencia. Le deseo suerte. Ahora, póngase en marcha.
 
Sin mediar palabra, Max echó a correr hacia la abertura. Con un ágil salto, fruto de años de entrenamiento, se introdujo por el agujero, ante la atenta mirada de Raúl, quien entró en la aeronave instantes después. El interior de la roca era un enrevesado laberinto de túneles, pero gracias al plano, Max avanzaba con rapidez. En algunos puntos de los pasillos el aire se mostraba viciado, pero el asesino a sueldo apenas se percató de ello. Le daba más importancia al hecho de que el lugar estuviese bien iluminado, cosa que agradeció sobremanera. Tenía una memoria casi fotográfica, así que de un sólo vistazo al plano, supo a la perfección por dónde tenía que seguir. Casi sin darse cuenta, y tras caminar por el interior de la guarida procurando no ser visto por los numerosos alienígenas que pululaban por el lugar, llegó a la habitación de Uck. Se lo encontró sentado en un sillón, de espaldas a él. Se acercó sin hacer ruido y se situó detrás de él. Con sumo cuidado, extrajo una  pistola de su cinto y apuntó a la cabeza, sin titubeos.
 
-No es nada personal -dijo antes de apretar el gatillo.
 
Para su sorpresa, la bala atravesó al extraterrestre, como si en realidad no estuviese allí, y entonces comprendió que había sido engañado con un sencillo holograma. Se volvió sólo para encontrarse al verdadero Uck, que de un certero golpe en la muñeca hizo que se le cayese el arma. Intentó probar con el combate cuerpo a cuerpo, pero el duluniano era demasiado fuerte para él, así que tras unos cuantos intentos, acabó por desistir, agotado. Uck le miró, casi con simpatía.
 
-No debes afligirte, Max  Schredder -dijo con voz ronca, semejante al gruñido de un león-. No has fracasado porque no tengas habilidades suficientes. Has fracasado porque ya sabíamos que venías. El servicio de inteligencia de la Federación no es muy eficaz, que digamos. Tenemos en un disco toda la conversación que mantuviste con el presidente. Quiero que lo saques a la luz.
-¿Por qué iba a hacer eso? -gruñó Max-. Yo no creo en vuestra causa. Para mí, no valéis más que los humanos que se niegan a aceptaros. Sois todos la misma mierda, somos todos lo mismo.
-Te conozco bien, Max -dijo Uck-. Sé de tu amor por la naturaleza, de tu odio por la humanidad, y de lo que te imaginas de nosotros, los extraterrestres. Piensas nuestra forma de pensar es parecida a la de un hombre, pero en realidad no es así. Nosotros nos regimos por las normas naturales que rigen el mundo. No construimos ciudades, nos valemos de los recursos naturales, como hace cualquier otro animal. En realidad, los hombres también deberíais tener este comportamiento. Los humanos todavía pueden aprender, nosotros podemos enseñarles mucho. Pero para eso, primero hacen falta dos cosas. Una de ellas es que saques a la luz ese disco.
-Eso está hecho -contestó Max. Las palabras del alienígena le habían impresionado-. ¿Cuál es la segunda cosa?
-Debes matarme -respondió Urk-. No me mires así. Si muero, y además ese disco sale a la opinión pública, mi sacrificio habrá servido para algo. Mátame.
-No puedo... yo...
-¡Hazlo! ¡Recoge tu arma!
 
Max obedeció, cogió la pistola del suelo y apuntó a la cabeza del extraterrestre. Pero tras unos segundos de titubeos, bajó el cañón. No podía hacerlo. Era curioso. Hace un rato no habría dudado ni un instante en apretar el gatillo, pero al conocer las motivaciones de los alienígenas, todo había cambiado. Entonces, Uck perdió la paciencia y saltó sobre el asesino a sueldo. Se oyó un solo disparo, y Schredder vio el vientre ensangrentado del duluniano, que se desplomó en el suelo, aún con vida, pero muy débil.
 
-Así se hace -dijo Uck entre jadeos-. No era tan difícil, ¿verdad? No pongas esa cara, Max. Ahora tu conciencia debería estar tranquila. No fuiste tú quien disparó a propósito, yo hice que dispararas. Ahora coloca esa bomba y vete de aquí. No te preocupes por los demás, hace ya rato que han emprendido la huida. Te deseo suerte, Max Schredder.
 
El alienígena murió, y Max le pasó la mano por los ojos para cerrárselos. Instaló entonces el explosivo y huyó del lugar. Una vez de regreso a la aeronave, soportó pacientemente los chistes racistas de Raúl mientras el islote entero volaba en mil pedazos. Pero todo eso cambiaría pronto. Cobraría su recompensa y se retiraría a un lugar lejano, pero antes de eso, tenía una cosa más importante que hacer. Ocultándolo de los demás, Max sacó de un bolsillo el disco que le había entregado Uck y le dio vueltas entre sus dedos, mientras se imaginaba un mundo más verde, pero sobre todo, más justo y feliz.

 

Hola, me llamo Íñigo Montoya, tú mataste a mi padre, prepárate a morir.

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jane eyre
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