A espaldas de Dios
Juan descubrió la lengua más pesada que de costumbre. Siempre la supo allí, como algo complementario a los movimientos de su boca. Húmeda, eficiente y ágil, casi invisible, transmitiéndole sabores, ayudándole con las palabras. Pero aquella vez le pareció algo extra, contrapuesto a los dientes, viscoso y pesado, haciéndole tragar saliva constantemente. La movía de un lado a otro, con la boca cerrada, tratando de no sentirla tan incómoda. La enrollaba y desenrollaba como a un pedazo de carne muerta y demasiado húmeda. Allí empezó todo, de esa porción orgánica, moviéndose con pesadez contra la parte posterior de su dentadura.
Sintió que la muerte había empezado a llevárselo, de la lengua al resto del cuerpo. Tensión regada del extremo gutural superior, por sobre el paladar, hasta la mitad inferior del rostro. La cara se le tensó, con leves temblores asíncronos e involuntarios en ambas mejillas. Tenía la impresión de no poder controlar la expresión facial, y eso lo alteró aún más.
Dejó de mirar el techo, y corrió al baño. Rosaura, su mujer, aún dormía. Cerró la puerta con sutileza, para no despertarla. No quiso encender la luz, por temor a descubrir otra cara que no fuera la suya. Pero la ventanilla en la parte superior de la pared, filtraba una luz fría y gris, los primeros chorros del amanecer, dibujando sobre el espejo una visión borrosa de algo que pudo haber sido su rostro. Tenía muchas más arrugas y canas que al acostarse la noche anterior. Él no era un tipo aéreo, inadvertido, sino más bien cuidadoso, detallista, sobre todo con su presencia, o peor aún, su cara. “Estoy muriendo” pensó, pasándose la punta de los dedos suavemente por las orejas, las mejillas, las sienes...
Quiso creer que la muerte le había saltado de la lengua al resto de la cabeza, y se sintió aterrado. Lo único que no podía morir de sí, era la lucidez. Cuarenta años, veinte de trabajar doce horas diarias, no podían pasar desapercibidos en la fisonomía de un hombre. Pero tampoco daba para amanecer muriendo, o con la muerte recorriéndole el cuerpo. Pensar así lo enervó, aquello no tenía sentido, y él no podía darse el lujo de que la muerte le robara la razón. Luego la expresión rígida, tensándole los pómulos eventualmente temblorosos, la vejez prematura y la lengua que estorbaba. Pegó el rostro al espejo y sintió humedad en el tuétano de los huesos, estaba muriendo. Pensó explicárselo a Rosaura, pero, tras repasar quince años de matrimonio en cincuenta largos segundos, no encontró certeza de que ella lo entendería, o de que intentaría entenderlo. Tampoco quiso ir al médico. “Los médicos atienden enfermedades, no muerte”, pensó.
El agua de la ducha salió terriblemente fría, pero a Juan le sentó bien, aunque la muerte siguiera salivando a través de su boca. Al salir del baño supo que le quedaba una hora para llegar al trabajo. Antes de irse, besó a su mujer sin despertarla. Fue al cuarto de los niños y los besó sin despertarlos. En cualquier otra situación hubiera preferido tomarse el ansiolítico y conducir hasta la oficina, pero con la muerte subiéndole a la cabeza, no tuvo mejor opción que caminar. Caminar dudando que pudiera conseguir un taxi, o tal vez tomar el autobús, pero ¿Quién querría viajar al lado de un moribundo? Lo agitaba mucho la idea de sentirse rechazado por el resto del mundo, ya no únicamente por su esposa, ni por sus hijos, ni por sus compañeros de trabajo que lo consideraban un lastre de nervios.
Aceleró el paso, respirando con mucha dificultad, como si la muerte le reptara por el pecho. Tenía que apresurarse, de llegarle a las piernas no iba a poder caminar. Pero aún le quedaban varios kilómetros antes de llegar. Intentó reponerse al dolor del pecho, las piernas entumecidas, la lengua muerta, la vejez prematura, la respiración acelerada y el rostro acalambrado. Total, pensar que llegaría a tiempo y a pie era tremendo absurdo, tal vez efecto de su cabeza muriendo, muriendo el sentido común, muriendo la lógica.
Empezó a correr entre la acera y el hombro de la calle. Las personas lo ignoraban, como si no estuviera o estuviera loco, lo cual ya de por sí constituía un alivio. No incomodar a los demás, a su familia, a sus compañeros de trabajo, es decir, al resto del mundo. No tener que soportar la intolerancia de la vida hacia su persona. Idea que le pareció buena, aunque ilógica, tal vez producto de la muerte llegándole al cerebro. Aún así, seguía sintiéndose viejo, le temblaba la cara, le dolía el pecho, casi no podía respirar, las piernas entumecidas y la lengua pesada. Entonces lo entendió por epifanía: “Cuando un ser despierta sintiendo que la muerte lo invade, todo indica que ha caído a espaldas de Dios”. No tenía sentido morir estando sano, apenas despertando de lo que pudo haber sido un sueño, bueno o malo. ¿Dormir constituye alguna ofensa? A no ser que estuviera durmiendo en una esquina olvidada de la mano divina, cosa tan imposible como dolorosa para quien tuviera que vivirla.
Una muerte no natural, a destiempo, un final que no debió haber sido, un error en la lógica de la existencia. ¿Pero podría ocurrir algo así? ¿O mucho menos, un ser tan mortal como Juan, soportar un vacío de inexistencia indebida, la que existe de todas formas y a espaldas del Creador?... Ni siquiera Adán y Eva en su perfecta bobería, ni Lucifer con su petulante narcisismo, pudieron caer en semejante error. Mucho menos Juan. Aunque, de hecho, sí le hubiera gustado constituir, soñando o despierto, una excepción a todo lo que existe. Algo imposible, que nadie lograra aún queriéndolo. Tal vez así, su vida tendría sentido probable, aparte de recibir las insatisfacciones del mundo y los eternos reclamos de sus seres queridos y conocidos. ¿Pero quién era Juan, para merecer tan sufrida como honrosa excepción entre el ser y el no ser? En cualquier tiempo pasado, hubiera preferido suicidarse.
Pero el asunto pasó de morir (o evitar hacerlo, o mantenerse cuerdo, o llegar al trabajo, o huir de casa) a encontrar a Dios. ¿Pero cómo lograrlo envejecido, con la lengua inmóvil y pegajosa, la cara tensa y eventualmente trémula, dolor en el pecho, respiración agitada, piernas entumecidas y a medio pelo de perder la razón? Juan, ya casi no podía soportar que “la inexistencia” se ensañara de semejante forma para con él. En consecuencia, quiso creer que Dios, que nada pintaba en sus enredos, tendría el deber de explicárselo. Por lo menos, considerando el compromiso al haberlo dejado existir, para luego olvidarse de que existía. Efectivamente, Dios no sólo le debía una, sino muchas explicaciones al respecto. ¿Pero cómo y dónde encontrarlo? De hecho, a Juan le costaba verlo en el lado existente de la creación, ahora mucho menos en el inexistente. Pese a ello, alguna porción intacta de su razonamiento, le indicó que hiciera lo de los antiguos: Subir a una montaña y gritarle.
Entró al edificio más alto que pudiera topar su mirada en ese instante, y subió a la azotea. La puerta debió haber estado cerrada, pero para él no lo estuvo. Ni siquiera sintió la brisa que debió sacudirle al tope de esos siete pisos. Anduvo un poco más, hacia el borde. A medida que lo hacía, se sintió más joven, el rostro no le temblaba, la lengua no le pesaba, no le dolía el pecho, ni las piernas. Respirando con profunda tranquilidad, trepó un pie al filo de la azotea, desplegó los brazos a ambos lados del cuerpo e hizo lo que le dijo el destino:
─ ¡Coño! ¿Dios, dónde te has metido? ─ gritó a toda boca.
En seguida, lo sacudió un fuerte vértigo. De hecho, en semejante situación, era lo más normal sentir vértigo. Por un leve movimiento en falso, evitando caerse, miró hacia abajo y lo vio. No a Dios, sino al cadáver, su cadáver esparcido a un lado de la calle. Al instante siguiente, descubrió la lengua más pesada que de costumbre y a Rosaura durmiendo a su lado. Sintió que la muerte había empezado a llevárselo.
A espaldas de Dios (F)
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