El despertador sonó a las cuatro treinta. Desayunó con su mujer en la cama. Lloraron juntos. Habían decidido que ella no iría a verlo partir. Debía seguir con su vida. Se amaron por última vez. Se quedaron abrazados, desnudos, durante una pequeña eternidad. Lloraron otra vez cuando él la besó y subió al auto oficial que había venido a buscarlo. Se habían dicho que no habría despedidas amargas.
—Hasta luego mi amor —dijo él
—Que tengas un buen día mi vida. Cuidate —dijo ella.
Cuando el auto arrancó, él miró hacia atrás a su esposa que se quedó con la mano levantada en la puertita blanca del pequeño jardín.
Eran las ocho horas, veintidós minutos del veintisiete de marzo de dos mil doce.
Subió al prototipo, se ajustó los cinturones, y esperó el momento. El Comandante David Villers, piloto de pruebas de la primera nave con motores de bosones, abandonó la tierra a las dieciséis cuarenta. Se estimaba en un setenta por ciento sus posibilidades de éxito.
Se sumergió en un estallido de luz que se imprimió en su cerebro a través de todos los poros de su piel. Casi inmediatamente, perdió contacto con la base y fue claro para él que el experimento había fallado y había sido empujado a un espacio-tiempo increado. Los minutos se hicieron días, que fueron semanas y meses, que fueron años y luego siglos y más tarde eternidades. Se encontró en los bordes de la la más lejana de las galaxias y también fue sometido a la terrible fuerza del útero central de la nuestra. Estuvo en la explosión aniquiladora que lo empezó todo, y cuando el crecimiento de la entropía se detuvo. Recorrió mundos de ensueño y planetas de terror inenarrable. Contempló maravillas que otro hombre no verá jamás y sintió la más absoluta e insoportable soledad de la verdadera nada. Deseó morir en cada uno de los días que pasó allá. Deseó ver otra vez a su esposa. Fue el alfa y la omega. Fue Dios y Demonio. Creó mundos que luego deshizo entre sus dedos, como si fueran terrones. Fue torturado por inteligencias que, sin embargo, se comportaban como niños. Conoció el fuego del interior de los soles y el frío de bañarse en el espacio absoluto. Su cabeza explotó en el vacío mientras sus pies eran atraídos por la gravedad de diez mil millones de estrellas.
Cierto día volvió. Una explosión en looping lo devolvió a la Tierra. Su piel estaba seca y no había una sola parte de ella que no presentara arrugas. Su cabello casi inexistente tenía el color blanco amarillento de las eras. Sus ojos, antes celestes, estaban grises y apagados. Arrastraba los pies, le temblaban las manos y tenía la espalda encorvada. Llegó a su calle, a la puertita blanca del jardín y entró a la casa. Su mujer estaba en la cocina lavando las tazas del desayuno. Al oír los pasos tan amados preguntó, sin mirar
—¿Olvidaste algo, mi cielo?
Eran las ocho horas, veintinueve minutos del veintisiete de marzo de dos mil doce.
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