Tormenta cerebral.
Sus manos temblaban tanto que el metal hacía un ruido ensordecedor contra sus oídos. Ese maldito loco iba a descubrirle como no se calmase. Respiró hondo, apretó su pistola con fuerza y las piezas sueltas dejaron de sonar como una maraca.
—Vamos, tío. Tú puedes —le dijo uno de sus compañeros y su mirada aterrada le hizo adelantarse por los pasillos de piedra de la casa.
Habían recibido un chivatazo de que el Psicópata Fantasma estaba en aquel viejo edificios de apartamentos. A Roberto Pérez le sorprendía que un lugar como ese siguiera en pie cuando a cada poco, parte de las paredes y el techo se desprendían a cada paso que daban intentando encontrar a la familia que ese maldito cabrón había secuestrado. Las luces parpadeaban y zumbaban, siendo completamente incapaces de iluminar las sombras que reinaban en el lugar. El moho y las cucarachas moraban en el bloque de apartamentos, así como el olor a orina; habían esperado al menos encontrarse algún vagabundo entre la basura y las pintadas, pero tan solo había huesos y trozos de cadáveres para el escuadrón de la científica que vendría después. Cuantos más muertos había, menos esperanzas tenían de encontrar a alguien vivo.
Él era uno de los cientos de novatos que pululaban sirviendo de apoyo a los policías más experimentados que venían a detener a ese asesino. Aunque los jefes habían exigido que nadie se separase, para intentar mantener el perímetro vigilado, los grupos empezaron a disgregarse. Antes de que pudiera darse cuenta, Berto se había ido varios pasillos detrás hacia la derecha. Estaba completamente solo.
Avanzó con la pistola delante, esperando no matar a alguien por error. Era lo que más miedo tenía y ya le habían hablado de lo que podrían hacerle a su carrera si mataba a alguien sin seguir el procedimiento. Puede que con un poco de suerte sus compañeros le ayudasen a taparlo si se trataba de ese famoso psicópata. Demasiada leyenda circulaba sobre él, demasiadas verdades escabrosas y repugnantes… sólo deseaba salir de allí y volver a casa.
Escuchó un gritó ahogado y echó a correr. Entonces llegó a una habitación, que olía a podrido, donde vio por las paredes colgando rombos de piel y carne de lo que debían haber sido las víctimas de aquel bastardo. Se tapó la boca deseando vomitar, pero entonces en el suelo vio a una de las niñas de la familia secuestrada, desnuda y con su cuerpo marcado y sanguinolento. Sus ojos asustados le miraron esperando ayuda y vio sus bracitos y piernas esposados al suelo. Ese maldito hijo de puta había salido antes de acabar el trabajo, Roberto no debía darle oportunidad de matarla.
—No te preocupes, preciosa —le sonrió esperando que se diera cuenta de que no iba a dejarle sola—. Te sacaré de aquí.
Sacó una ganzúa y en apenas cinco minutos reventó las cerraduras. Nadie entendía cómo se le daba tan bien hacerlo, pero al ver a la niña abrazarse a él asustada e intentando desaparecer bajo su cuerpo, no pudo evitar dar gracias por tener aquel don. Se quitó la chaqueta y tomó el comunicador para pedir refuerzos.
—Aquí Pérez, necesito refuerzos, he encontrado a un superviviente, pero…
El alarido de la niña y un golpe en la cabeza hicieron que se callara y se lanzara hacia delante justo a tiempo como para evitar que un hacha cortase su cuello. Se volvió para reconocer a la figura oscura que les amenazaba, y mientras se alejaba con la pequeña en brazos, buscaba dónde estaba el arma. Al intentar liberar al rehén no…
Su adversario cargó contra él y lo único que podía hacer era intentar esquivarlo. No podía soltar a la pequeña porque seguramente ese psicópata iría por ella. Rodó por el suelo y sintió el arma clavándose en él. Su gritó debió escucharse por todo el edificio. Cuando creyó que iba a perder el conocimiento, vio delante de él su pistola y sin dudarlo, la cogió y en un movimiento, apuntó con ella al pecho de aquel mamón y cuando las balas salpicaron por completo a sus dos víctimas, fue cuando se retiró malherido por uno de los pasillos.
—Ayúdame, tenemos que salir de aquí. No saben dónde estamos.
La criatura sonrió y trastabillando, ambos salieron de aquel sótano esperando poder indicar luego a las demás patrullas dónde se encontraba el cadáver del Psicópata Fantasma.
***
—Tras más de trescientos años de asesinatos, Ramón Urriola, conocido durante años por diferentes alias como el Psicópata Fantasma, el Vampiro Sanguinario o Jack el Destripador; será juzgado por décima vez por una lista interminable de homicidios cometidos en numerosos países. Las batallas legales por su extradición ponen en jaque las relaciones diplo… —apagó la televisión, estaba cansado de esa mierda.
—¡Eh! ¡Abuelo, lo estaba viendo! —le regaño su nieta mirándole con una ceja alzada—. Tengo ganas de saber si al fin en este país van a usar la pena de muerte contra ese tipo. Asesinó a una de mis mejores amigas y…
—Se librará, siempre lo hace. Lleva más de cuarenta años en la cárcel para que diga cómo narices ha conseguido vivir tanto tiempo.
—¿Es cierto que tú conseguiste la primera muestra de sangre que pudieron usar para demostrar que llevaba tanto tiempo matando? —pregunto otro de sus pequeñuelos, aunque fueran adolescentes.
—Sólo porque no se fiaban de darme una pistola láser en mi primer día. Pensaron que esa antigualla no dispararía, menos mal que su anterior dueño la cuidaba como oro en paño. Hice lo mismo después, me salvó la vida y la de esa niña… me pregunto qué fue de ella, no volví a verla.
—Chicos, dejad al abuelo tranquilo —pidió su hija mayor—. No le gusta hablar del asunto.
Tenía razón, había pasado más de setenta años y Roberto Pérez odiaba que aquel malnacido se hubiera librado de la pena capital por sus conocimientos. Una muestra de sangre y todo cambió; las compañías exigieron que fuera capturado vivo como fuera. Ramón Urriola al saberse intocable, entraba y salía de la cárcel y los psiquiátricos sin que nadie hiciera nada para evitarlo. Su rostro siempre joven, sin marca alguna de la vejez, mientras que el suyo, el del hombre que había consagrado su vida a que se hiciera justicia y aunque fuera pasara su eternidad encerrado, era el de un honorable anciano: demacrado y apunto de morir, pero al menos podía presumir de una vida plena y feliz.
Su carrera en la calle duró poco y todo por culpa de ese cabrón, que aunque tenía el cuerpo lleno de metal anticuado pudo robarle las llaves de su moto y largarse con ella. El cómo pudo librarse de los controles sigue carcomiéndole a día de hoy.
La pantalla parpadeó y se encendió, mostrando la cara del juez Mallory que le sonreía triunfal.
—Ey, Roberto.
—Ey Gerald. ¿Me llamas para que te de la revancha por lo del viernes?
—No, hay algo mejor… ¿tienes ganas de probar que Urriola no está tan loco como ha hecho creer al mundo y que su historia no es tan triste como parece?
—¿Le has vendido tu alma a cambio de tres deseos imposibles?
—No, ha ocurrido un milagro. Ve a la dirección que te paso a continuación, solo y prepárate. Puede que tardes un poco en volver si las cosas salen como esperamos.
Intrigado, Pérez tomó las señas y para su sorpresa, correspondían a las del edificio donde años atrás creyó que había acabado con aquel cabrón. Por fuera todo seguía igual, por dentro había un hospital donde se atendían a enfermos comatosos. Una vez dentro, una enfermera le llevó hasta las denominadas salas de pruebas de algo llamado “Tormenta Cerebral”. En una de ellas estaban tumbando a Urriola, que se revolvía y reía como un histérico, muy típico de él. Personal sanitario le ató a varias máquinas y le indujeron el sueño.
Alguien le cogió del brazo y cuando se volvió se encontró a una mujer de mediana edad abrazándose a él. No de forma romántica, era algo más tierno como una niña, agarrándose a su osito antes de enfrentarse a una pesadilla.
—Me sigue dando el mismo miedo que la última vez que le vi.
No hicieron falta los rombos cruzando su cara para saber que estaba mirando a Sabrina Orozco, la pequeña por la que había arriesgado la vida. Ahora era una adulta que aunque endurecida, en el fondo seguía siendo una niña asustada.
—Eres quien ha descubierto cómo desenmascararle, ¿cierto?
—No, no ha sido a propósito. Fue por casualidad y lo ofrecí a la justicia para mostrar su verdadera cara.
Caminaron hasta otro cuarto donde colgaba una carcasa de metal, muy similar a los maniquíes de algunas tiendas que carecían de rasgos. También había varias pantallas donde aparecieron los rostros de Gerald Mallory, Collete Thompson y Achaz Obed, una mesa con tres sillas y unos celadores esperando instrucciones.
—Estando presentes un juez, uno de los fiscales, uno de los abogados del señor Urriola y varios testigos —comenzó Gerald—. Decidimos comenzar el interrogatorio del subconsciente de Ramón Urriola si éste así accede. Ruego a la señorita Sabrina Orozco que proceda al encendido, ahora que está presente Roberto Pérez como solicitó.
Así que por eso deseaban tenerlo allí, porque ella se sentía segura al sentirle cerca. Esperaba que un viejo como él pudiera enfrentarse al Dorian Gray real. Bueno, podía intentarlo, pensó acariciando a su vieja amiga, la pistola de metal que salvo a ambos.
Sabrina conectó el maniquí y al momento, una extraña imagen holográfica cubrió el cuerpo de metal: era Urriola, pero lejos de ofrecer esa eterna imagen de loco y desastrado, estaba completamente arreglado y limpio, de tener un olor sería a jabón o algo igual de agradable. Sus rasgos estaban aplastados contra la piel de metal, sonrió con calma y era la definición misma de serenidad.
—¿Pero qué…?
—Es su verdadera psique —le explicó Sabrina, más aliviada al ver a ese Ramón—. Es lo que hacen todas las máquinas, dejan libre el verdadero yo de la persona.
—No lo entiendo, entonces ¿quién es el cabrón que está tumbado en la cama? —insistió Roberto.
—Soy yo, Ramón Urriola. Salvo que encerrado en la imagen que tengo que dar al mundo… no estoy loco, nunca he sufrido abuso alguno y tampoco tengo desequilibrio alguno por la ciencia que creé para mantenerme joven. Por cierto, no me mantengo joven, sólo es una clon. Mi mente es transportada a cuerpo nuevo cuando noto que el otro envejece demasiado.
—¡Un momento, esto no puede ser legal!
Mientras, la fiscal y el letrado se enzarzaban en una lucha sobre si el que el subconsciente pudiera testificar contra el consciente era o no lícito, el ser de metal miraba todo como si llevara siglos sin hacerlo. Puede que fuera así.
—Quería pedirle disculpas a ambos por lo que ocurrió, por lo que perdieron por mi causa.
—Sigo sin entenderlo. No estás loco, pero hiciste aquellas monstruosidades, ¿por qué?
—Porque me encantan —aseveró avergonzado —. Es… como un animal, necesita alimentarse de otros como él. Ruego a los aquí presentes —aquello llamó la atención de las videoconferencias—. Desearía antes de continuar y contar mi historia, ver mi cuerpo una vez más, comprobar en lo que mi otro ser lo ha convertido.
Accedieron aun a pesar de las protestas de Roberto y encima, aquel maldito armatoste se chocó contra él. Dos minutos después de verle salir del cuarto, recordó sus palabras y desesperado, buscó el arma por sus bolsillos sin encontrarla.
—Joder…
Corrió dos pasos y escuchó los disparos. Sabrina gritó asustada, pero no se detuvo. En el otro cuarto, bañado por la sangre de aquellos que le vigilaban, estaba el cadáver de Ramón Urriola. El maniquí, ya inerte en el suelo, le había volado la cabeza.
Cuando sus antiguos compañeros le detuvieron por aquella negligencia, Roberto supo que aquel asesino se había suicidado. No por miedo a la justicia, sino para escupir por última vez en la cara de esta.
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