Todo comenzó la noche en que Berenice, una vieja amiga, me invitó a su casa. No era como otras veces, dijo. Tenía un significado especial; quería iniciarme. Le seguí el plan porque acostumbraba a reírme de sus inclinaciones esotéricas y, como soy proclive a probar cuánto me plazca, acepté.
Ella intentaría sacudir mi espíritu; yo, calentar mi cuerpo.
Apenas entré, intuí que mis intenciones se demorarían más de la cuenta; el ambiente poco propiciaba una noche de agitación. No había velas ni medias luces; tampoco percibí el incienso habitual. Me recibió una chiflada con un turbante turquesa, que se separó de un grupete medio desparramado y que me pareció más afecto a las palabras que a los hechos. Ni rastros de Berenice.
Fui hacia la barra para servirme un whisky mientras buscaba con la mirada, pero el bar, siempre bien surtido, había sido atiborrado por unas jarras con un contenido ambarino muy poco apetecible. Igual, alguien me alcanzó una copa y bebí. No era lo que esperaba aunque tampoco estaba tan mal.
Mi malhumor y mi confusión crecían. No lograba encontrar al único objetivo de mi presencia y me estaba hartando demasiado rápido de los nuevos amigos de Berenice. Para cuando la espera estaba alcanzando mi escaso umbral de paciencia, su voz susurró en mi espalda.
Giré con la intención de condenar su desastrosa ocurrencia, pero su aspecto inesperado me congeló la ira en la garganta.Descalza y enfundada en una ridícula túnica se erigía ante mí sonriendo estúpidamente.
Berenice no era la única mujer en mi vida; jamás lo había sido. Era una de tantas pero, en ciertos aspectos, mi preferida.
Su salvaje existencia siempre me había subyugado, por eso, no lograba encajarla ataviada sin escándalo y mucho menos en ese entorno. Su exotismo provocador había sido reemplazado por un bobalicón parpadeo y un atuendo apenas moldeado por su contundencia.
A pesar de lo inconcebible de la situación, la recorrí entera con la mirada y la encontré exquisita. Deseable. La procacidad de su cuerpo se había convertido, ante mis ojos, en una exudación de velada sexualidad. Y me dejé llevar por mi naturaleza.
Bajo esa tela sutil, la intuí desnuda y mi cabeza saboreó sus pezones reaccionando contra aquel mórbido roce; una descarga me sacudió la entrepierna y no pude contener la erección. Perturbado, aferré sus brazos y la atraje confiando, en medio de tanta gente, que la destreza de mis pulgares corroborara mi fantasía.
Su esencia me envolvió y, si ella no me hubiese apartado con disimulo, la hubiera cojido allí mismo. Así, a plena luz y frente a esos chalados que se le había ocurrido invitar. Ni siquiera le habría sacado la túnica.
¨ Maldita seas Berenice ¨
—¿Cómo estás, Lucio?...Vení que te presento a mis amigos. —La displicencia sólo logró apaciguarme en parte.
—¿Qué es esto, nena? —Mi mano se agitó en vano sobre su trasero.
—Dale, vamos. Ya te vas a enterar.
Me resistí, provocando que Berenice me tomara de la mano para unirme al grupo. Intenté susurrarle un insulto, pero su perfume sólo consiguió reavivar mi calentura.
Observé los rostros ignorando una curiosidad algo incómoda que comenzaba a cosquillearme. Seguía sin comprender qué hacía esta mujer en medio de una fauna tan etérea y almibarada. Lo único cierto era que Berenice se estaba saliendo con la suya y allí estaba yo, contra mi voluntad, sentándome junto a personas que no conocía para comenzar vaya a saber qué.
A poco de sentarnos, uno de los presentes tomó la palabra. Era un hombre común, aunque su cara se me antojó la de un cerdito fugitivo. Hubiera sido un divertido espécimen para mis debilidades habituales.
Sus ojos huidizos agudizaban la imagen y revoloteaban en su rostro, mientras, una voz singular y melodiosa, recitaba idioteces que no me interesaban.
En un momento las luces se atenuaron y me vi entrelazado con los que me flanqueaban. Me entusiasmé imaginando que, de una vez por todas, comenzaríamos a divertirnos, pero una modorra inesperada me obligó a cerrar los ojos. De la nada, me vi proyectado en una pantalla sobrenatural…
¨… Con Berenice, con Muriel, con Anita. En la cama, en el asiento trasero de mi camioneta mugrienta, bajo la autopista. Con todas y con cada una. Montándolas. Taladrándoles el sexo como un animal que olfatea el deleite que exudan las hembras cuando estan en celo.
Me vi como una cuba en el bar de Vito, aspirándome unas líneas y relamiendo a cuanta puta tuviera a mi alcance. Me vi manoseando también a las demás, confundiendo las caras pero no los aromas ni las cadencias.
Volé sobre los callejones, disparando una y mil veces al infeliz de turno que tuvo el mal tino de negarme su billetera cuando se la exigí mientras lo apuntaba.
Me vi huyendo enajenado de cada uno de los actos en los que, invariablemente, alguien pasaba a mejor vida…
Y también Los Vi.
A Ellos.
Por primera vez…¨
… Abrí los ojos recostado en un sofá con Berenice a mi lado. Me miraba con dulzura empalagosa. Intenté levantarme para sacármela de encima. Sus manos, siempre diestras, ahora estaban húmedas, trémulas, y me daban asco. Igual que su revulsivo tono de voz:
—Relajate, Lucio. Yo tampoco lo acepté al principio, pero ahora mi vida es diferente.
Hice el mayor de mis esfuerzos para soltarme de esos brazos que había codiciado sólo unos momentos atrás, y me incorporé en medio de una sarta de lunáticos que continuaban recitando palabras ininteligibles mientras me cerraban el paso.
—Afflatus… Agmen.
Una arcada me dobló en dos. Ni la peor de las resacas me había revuelto las tripas como en aquel momento. Un par de manos intentaron sostenerme, pero los empujé con el propio impulso de mis contracciones. Los oídos me zumbaban y lo único que quería era escaparme de aquella casa despreciable.
—Afflatus… Agmen.
Era Berenice la que hablaba. Elevé la mirada para corroborarlo, y me la devolvió untuosa, servil. Fue entonces que lo comprendí. Lo intuí visceralmente. Y me espanté.
Arremetí contra ellos y corrí como un loco perseguido por esos inmundos rostros. Sólo me detuve cuando el inevitable latigazo aniquiló mi respiración. Las piernas se desmoronaron y me desparramé sobre el asfalto.
Estaba asustado. Mortalmente asustado por primera vez en toda mi vida.
Cómo un perro acorralado en una oscuridad desconocida, levanté la cabeza sólo para darme cuenta que también estrenaba unas lágrimas calientes y cobardes.
Con horror ominoso percibí que algo se movía dentro de mí. Siseaba. Reptaba. Y se escabullía desde mis entrañas. Fue entonces cuando volvieron a aparecer.
Ellos... en todo su esplendor.
Con sus horribles caras compungidas en sollozos infantiles. Tristes serafines con una aflicción que aborrezco. Desde aquella noche lamentan mis acciones esperando purgar mis culpas. Tan píos y bondadosos que no cejarán hasta convertirme en cordero; en un nefasto hijo pródigo.
¨¡Maldita seas, Berenice!¨
Yo era feliz sin redenciones. Nunca me justifiqué; no tenía motivos. Lo que fui, lo elegí con vocación, con deseo.
Cada acto de mi vida fue degustado hasta la más desgraciada de sus consecuencias.
Aquella noche perdí a mis amados demonios, expulsados por una manga de chalados con sus absurdas criaturas que demolieron mi infierno particular. Y desde entonces los escucho gemir inermes, desvalidos.
¨¡Maldita seas, imbécil!¨
Apostaste mi vida sin consultarme y sólo para que se cobraran una víctima más para sus celestiales filas.
¨¿Pero sabés qué, mujer?¨
No moriré en su causa. Sé que no me queda tiempo, aunque eso juega a mi favor.
No debiste apostar.
No tenías que entrometerte.
Esos infames esperan, pero sólo me anestesiaron y encontré la manera de burlarlos. Aunque el esfuerzo sea enorme, mis criaturas me alientan. No me han abandonado. Puedo oírlas reptar…Volver a mí…
¨ ¡Desearía que estuvieras aquí para disfrutar tu derrota! Lo único que lamento es no haberme dado cuenta antes…¨
Llegó al callejón en medio de la noche y no hubo nadie que lograra advertir lo que sacaba del bolsillo interior de su chaqueta.
Lo último que pudo ver antes de apoyarlo en su cabeza, fue el destello fugaz del metal ennegrecido.
Y luego, las ratas sorbieron los sesos desparramados hasta el hartazgo.
Los encargados, sin inmutarse por la sonrisa del muerto, arrojaron el cuerpo de la bolsa. Para cuando se alejó la morguera, el viento que aleteó en el callejón se escurrió sin haber logrado disipar las sombras.
Bienvenido/a, Leny
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