Tierra, sangre, dios (F)

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Berenice
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La criatura olfateó el aire nocturno y sonrió complacida. Con un elegante y rápido movimiento, emergió de la madriguera excavada en la tierra rojiza, bajo la múltiple mirada de la araña albina que permanecía inmóvil sobre su refugio rocoso. Una luna llena, henchida y amarillenta, iluminaba el desolado paisaje de polvo y piedras, descubriendo aquí y allá las bestiales e imposibles formas. Las sensibles narinas se expandieron ávidas para capturar y clasificar la mezcla de olores: su intensidad excitó a la criatura. Ofrenda y sacrificio. De nuevo Ellos venían en su busca, atrayéndola a su cubil con un premio que bien sabían que era incapaz de rechazar. El fuego en sus entrañas la consumía. El largo período de hibernación había agotado sus reservas, dejándola al borde de la extenuación. Afortunadamente, Ellos siempre regresaban. Haciendo un esfuerzo para reprimir el voraz apetito, se sentó sobre los cuartos traseros a esperar en mitad del sendero, la cola quitinosa batiendo la arena.
La criatura cerró los ojos para poder verlo mejor. Un niño, un varón de siete años, ocho a lo sumo. Enjuto como los habitantes de la tierra, de piel morena y tostada por el sol del desierto. Oliendo a hambruna, miseria y dolor. Oliendo a guerra: rastros de metralla en la ropa y de pólvora en el ensortijado pelo zaíno. Y sobreponiéndose a todos esos aromas, el olor del miedo, el terror que le inspiraba aquello que lo esperaba al final del sendero. La criatura apenas era capaz de contenerse, espoleada por ese olor acre y descarnado. Visualizó al niño de nuevo, subiendo descalzo la pendiente, las ropas de blanco lino ondeando a cada movimiento. Portando entre las manos pequeñas la antigua ofrenda: un cuenco de madera repleto hasta los bordes de leche de cabra. El sustento de toda una familia para dos días. Y aquello también agradó sumamente a la criatura.
El chiquillo alcanzó el alto de la pendiente para cumplir obediente la última tarea que le había sido requerida en este mundo. El cuenco de leche tembló imperceptiblemente cuando por fin vislumbró horrorizado a la bestia que esperaba ante él. Contempló el cuerpo de león, exageradamente grande, con la alzada de un caballo percherón. Garras como estiletes surgiendo de entre los dedos y la cola de escorpión armada con una coraza de retorcidas espinas constituían a la vez formidable defensa y letal ataque. Desde el rostro antropomórfico, lo acechaban anhelantes unos ojos inhumanos, unos ojos que revelaban la verdadera edad de la criatura, y la punta de la lengua asomaba juguetona a través de una boca de tiburón.
-La ofrenda- bramó ella, su voz un tañido de campanas.
El niño se arrodilló despacio y depositó el cuenco de leche ante las zarpas de la bestia. Permaneció de rodillas y con la cabeza baja mientras la criatura extendía su larga lengua rosada para apurar a lametones el blanco y cremoso alimento. En realidad lo que ella quería era beber la sangre del niño. Abalanzarse sobre el pequeño y desgarrar, masticar, triturar. Pero debía atenerse a las reglas. Había un ritual, y el ritual obligaba.
-¿Cuál es el nombre?- inquirió la bestia.
-Ashtad - una lágrima cayó desde las mejillas del infantil rostro. La criatura esperaba. Finalmente el niño alzó la cabeza y enfrentó aquella quimera imposible.- Ashtad Ibn Dadén 1 es el nombre. Ashtad Ibn Dadén viene a ti como sacrificio.
La criatura ronroneó con alegría mientras sus zarpas delanteras inmovilizaban al pequeño contra la arena roja. Ashtad solo quería pensar en la mirada orgullosa de sus padres cuando su nombre fue elegido. En el bien que su sacrificio iba a reportarle a su pueblo. En el paraíso de dulces mieles, hermosas melodías y bellas huríes que el profeta y los textos sagrados prometían a los que abandonaban la dura vida terrenal con honor. Pero lo cierto es que solo pudo dar las gracias aliviado cuando la criatura dejó de despedazarle para poner fin a su sufrimiento, atravesando su frágil cerebro con tres hileras de letales colmillos.
****
Matitiahu Elí Ben Melamed entró en el templo arrastrando los pies, visiblemente fatigado por la carga que había recaído sobre sus hombros. Cualquiera de los que le conocían bien habría jurado entonces que aquel hombre envejecido que vestía sus mismas ropas y pellejo, nada tenía que ver con el amante esposo y orgulloso padre de siete hijos que hacía tan sólo veinticuatro horas se hallaba en la flor de la vida.
La sagrada estancia se hallaba sumida en el más absoluto silencio. Caminó lentamente, siguiendo la sombra alargada que sobre las baldosas blancas proyectaba el sencillo altar. Sobre la mesa de piedra alguien había dispuesto en perfecta hilera diez candelabros de bronce. Cada candelabro venía armado con siete brazos, y en el extremo de cada brazo se había insertado una vela amarillenta. La Tradición dictaba que se debía tomar uno y sólo uno de ellos, y la elección debía realizarse con sabiduría. Matitiahu alargó la mano y con solemnidad ceremonial, cogió el séptimo. Toda aquella escena rebosaba de simbolismo. El siete, al igual que posteriormente el diez – cuyo valor había sido reconocido en el Nuevo Talmud tras la modificación del Tratado sobre Cabalística y Numerología al incluirse el polémico Discurso nº 77 – era considerado un número mágico en la Tradición. En la práctica, iba a necesitar la luz ofrecida por las siete llamas para descender por la secreta galería que sólo los sabios y hombres santos podían recorrer. Y aunque nadie habría considerado nunca a Matitiahu sabio o santo, hoy, a su pesar, se le había concedido ese privilegio. Ahora Matitiahu apretaba en la mano derecha el amarillento papel con su nombre escrito en tinta roja e indeleble, un documento que le otorgaba el salvoconducto para seguir los pasos de los elegidos del buen Iahvé.
El hombre vaciló al cruzar la puerta oculta, la proximidad del primer escalón estuvo a punto de propiciar su caída. Inmediatamente, arrojó la luz de las velas sobre aquella escalinata tallada directamente sobre la roca. Matitiahu emprendió el descenso con el corazón sobrecogido, cada paso un martirio. Apoyaba la mano con el papel en la pedregosa pared para ayudarse en la bajada. El último escalón lo introdujo en una nueva galería, algo más estrecha, por la que avanzó con cuidado. Tardó un tiempo en advertir que él era el único vestigio de vida allí. Cosa extraña: por más que examinó paredes y techo no halló indicios de arañas o murciélagos, siempre inherentes a la oscuridad y la fría piedra. Tras una eternidad caminando entre tinieblas, una tenue luz a tan sólo quince metros a su izquierda le anunció el final de la galería, y Matitiahu traspasó el umbral.
La galería se abría a una inmensa cueva iluminada por una multitud de velas y cirios, todos ellos dispuestos en cada nivel, en cada repisa, en cada oquedad. El olor a la cera derretida sofocaba los pulmones de Matitiahu. En el centro de la galería había una enorme tinaja rodeada por nueve inmóviles figuras. Nueve de los Diez. Los hombres, ataviados con la túnica escarlata tradicional, formaban un círculo perfecto que cerraban cogiéndose de las manos. El décimo de los Diez se hallaba un poco por delante del círculo, el semblante grave casi oculto por los rizos de la espesa barba, sosteniendo entre sus manos un pesado y polvoriento volumen. Matitiahu no pudo evitar echar un rápido vistazo al interior de la tinaja. La arcilla roja se veía fresca, hidratada, maleable. “Extraída directamente de las orillas del Vlatva”, pensó Matitiahu.
El décimo de los Diez escrutó a Matitiahu y asintió con aprobación cuando él les mostró el papel con su nombre. Nueve pares de ojos se clavaron en él. Resignado, aunque con todo el dolor de su corazón, Matitiahu comenzó a desnudarse lentamente. Una prenda por cada uno de sus hijos, una lágrima con cada prenda. Cuando quedó despojado de todo ropaje, el décimo de los Diez lo escoltó hasta la tinaja. Matitiahu, aterido por el frío, desprotegido en su desnudez, se introdujo casi con alivio en la arcilla. El décimo de los Diez le entregó entonces la daga de bronce, que Matitiahu tomó tembloroso. Entonces los Diez esperaron pacientes y en silencio. Y cuando Matitiahu, se abrió las venas de ambos antebrazos para nutrir aquella arcilla roja con su sangre, entonces, el décimo de los Diez abrió el libro antiquísimo y recitó los conjuros arcanos en un lenguaje olvidado, y también entonces, nueve pares de manos se aprestaron a modelar con mimo el barro sagrado de Iahvé. Antes de desvanecerse para siempre, Matitiahu contempló la colosal figura que iba tomando forma, la palabra emet sellando su poder grabada en la ancha frente. ¡Qué hermoso era!
****
La montaña vibraba rebosante de vida, después de diez años dormida. Mas no eran cuevas ni galerías lo que el monte albergaba en su seno, sino una compleja estructura, un esqueleto de roca y metal. Arriba, la multitud se congregaba en las colgantes terrazas de piedra, que desafiaban la gravedad surgiendo imposibles desde las paredes rocosas. Abajo, y a unos veinte metros de la primera de las plataformas, se hallaba la arena de combate. Arena y terrazas quedaban llamativamente separadas por lisas paredes revestidas de placas metálicas, cuyo leve zumbido indicaba el buen funcionamiento del sistema de seguridad eléctrico. A la vista del espectador ajeno, la disposición de la concurrencia podría resultar caótica. Nada más lejos de la realidad. En la noche en que el Sinaí era insuflado con la vida, nada se dejaba al azar. Como siempre, el lado derecho lo ocupaba el Pueblo Elegido, el triunfador del anterior Lance de Fe. La izquierda quedaba reservada para los perdedores, los indignos, los que avergonzaban al Creador con su humillación y su fracaso.
La montaña vibraba con el odio de la multitud. Miles de años de enfrentamiento concentrados en el vientre del monte sagrado. Desde ambas laderas, el público gritaba, increpaba, escupía; algunos lanzaban piedras que caían finalmente sobre la arena. Los hijos de Iahvé se mofaban de los hijos de Alá, desde su posición de privilegiados. Durante diez años, el Derecho Ley otorgado por su victoria, les había permitido someter a su voluntad a los hijos de Alá. El orgulloso pueblo que había adoptado la Media Luna como estandarte había sido diezmado por las limpiezas étnicas en las ciudades, los controles de natalidad, el hambre provocada por los abusivos impuestos. Había sido duramente pisoteado, golpeado, violado. Incapaz de defenderse al serles negado el derecho a ello, el castigo del perdedor. Esa noche los hijos de Iahvé soñaban con asestarle el golpe de gracia a su ancestral enemigo. Y también esa noche los hijos de Alá soñaban con la victoria. Victoria para vengarse de sus opresores durante una década. Victoria para devolverles multiplicado por diez todos los males infligidos. Victoria para verles llorar lágrimas de sangre. Y quizá, con la bendición de Alá, la posibilidad de aplastarles definitivamente diez años más tarde.
El canto de las sirenas marcó el inicio del Lance de Fe. Súbitamente se hizo el silencio. Dos de las lisas planchas metálicas se elevaron pesadamente a sendos lados de la arena. La multitud contuvo el aliento cuando los combatientes cruzaron las puertas y salieron al foso. La criatura miró desafiante a su público y olfateó con deleite el aroma de la beligerancia. El hombre de barro, ciego, sordo y mudo permaneció quieto, a la espera de la señal de su amo. Ahora; ahora se vería qué sangre era la más poderosa. Desde la arena, los rostros de la gente se antojaban siniestros: ojos ávidos, bocas torcidas y babeantes, faz congestionada, manos como garras. Todo un monte preñado de pesadillas infantiles. La criatura se replegó sobre sus cuartos traseros y cargó contra el hombre de barro con zarpas, espinas y venenoso aguijón. El coloso cobró vida y corrió hacia la criatura, los puños como martillos. El público rugió enfervorecido.
 
1.Ashtad Ibn Dadén (rectitud, hijo de la ley)
2.Matitiahu Elí Ben Melamed (regalo de Dios, ofrenda, procedente del maestro)

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jane eyre
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 Bienvenido/a, Berenice

Participas en la categoría de Fantasia.

Recuerda que si quieres optar al premio del público o a su selección debes votar al menos una vez (punto 9 de las bases).

En este hilo te pueden dejar comentarios todos los pobladores. Te animamos a que comentes los demás relatos presentados.

Si tienes alguna duda o sugerencia, acude al hilo de FAQ´S y en caso de que no encuentres respuesta puedes señalarla en el post correspondiente.

 

 

 

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mawser
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Puntos: 253

Como ya te comenté en alguna otra ocasión, este relato me parece impresionante. Muy bien escrito, y con una fantasía macabra (que bebe de varias fuentes mitológicas) para explicar el conflicto real de lo más estimulante.

https://www.facebook.com/La-Logia-del-Gato-304717446537583

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Berenice
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Hubo pequeños cambios, para ajustar el número de palabras. Aunque nada de mutilaciones, afortunadamente :)

Muchas gracias por comentar!

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Alev
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Puntos: 94

Me gustó bastante.  Aunque tengo que reconocer que por momentos me pareció un poco confuso, pero creo que eso es algo muy personal.  Es macabro y oscuro, justo la clase de relato que me encanta.  El estilo es claro, y está muy bien escrito.

Felicitaciones y suerte en el concurso.

"Los fantasmas son reales, los monstruos también, viven dentro de nosotros, y algunas veces... ellos ganan.." Stephen King

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Berenice
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Puntos: 213

Muchas gracias por echarle un ojo al relato, compañero. Si no te importa mucho, me interesaría saber que partes o pasajes te resultaron confusos, para ver que más puedo hacer con este cuento. No te cortes, toda crítica me resulta valiosa.

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Leny
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Poblador desde: 15/09/2010
Puntos: 90

 Hola Berenice,

Tu cuento me ha resultado interesante. Es un relato críptico que encierra muchas cosas más de las que dice, a mi entender...

Con una estructura densa, contundente, donde los extensos párrafos se suceden en tres partes bien delimitadas, has construido una historia mítica y fantástica (en el sentido más cabal de la palabra...)

Éxitos y Saludos!

 

 

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