LUZ DE GAS
Las pisadas del hombre resonaron húmedas sobre los adoquines en la quietud de la noche. Una neblina pegajosa subía del Sena y empapaba los edificios de la ciudad, cubriéndolos de un sudario de telarañas. Notre Dame aparecía entre la bruma como la sombra de un terrible monstruo bicéfalo de cabezas cercenadas. Las farolas de gas del alumbrado público lanzaban con esfuerzo sus mortecinos charcos de luz amarillenta que apenas conseguía disipar las tinieblas de la madrugada.
Caminaba despacio, con un andar vacilante. Las manos en los bolsillos, los hombros hundidos, la mirada perdida entre la niebla y una expresión mezcla de desencanto y añoranza dibujada en su rostro de pronunciado mentón. Había sido una larga visita, aunque como tantas otras, igual de decepcionante y yerma. Acudió a la casa del profesor, uno de los químicos más celebérrimos de la Sorbona, a primera hora de la tarde. Lo que empezó con una taza de té acabó por prolongarse en amena y estimulante conversación mucho más allá de la hora de la cena. El egregio mentor se había mostrado perspicazmente interesado en sus preguntas, en sus conjeturas y en sus especulaciones. Era un magnifico conocedor de la ciencia de su tiempo. Pero ahí es donde residía el problema.
El hombre torció sus pasos para adentrarse en uno de los innumerables puentes de piedra que cruzaban el río de la ciudad de las luces. En mitad del puente, pegada contra el pretil, una solitaria farola siseaba en la noche, proyectando su débil resplandor en un círculo dorado. Levantó la mirada y lanzó al aire una torcida sonrisa. Luz de gas, pensó, el asombroso prodigio que transformó la vida en las ciudades del siglo XIX, que prolongó el día y civilizó las calles, que dejaron de ser peligrosos nidos de delincuentes y maleantes tras la puesta de sol. Esa primitiva mezcla de de hidrógeno, metano y óxidos de carbono era uno de los buques insignia de la gran revolución social y tecnológica de nuestro tiempo, ese tiempo en el que se encontraba atrapado desde hacía ya más de quince años. Desde el día del fatídico accidente.
Arropado por el frío y el amortiguado sonido de un carruaje de caballos perdiéndose entre la niebla, se encaminó hacia la larga avenida de los Campos Elíseos. Una hilera de farolas incandescentes le marcaba el camino a casa. A la que había sido su casa en los últimos años, y la que, cada vez con más probabilidad, sería su última morada.
Más allá de la hilera de fanales de gas de la avenida, una isla de oscuridad. Tras ella, en la bruma que empezaba a disiparse, podía vislumbrar la inconfundible silueta de las carpas y los bultos oscuros de los carromatos, parcialmente iluminados por la llama de las antorchas. Volvió a sonreír con tristeza. El París que ahora pisaba era muy distinto de aquel que conoció en su juventud, una urbe que brillaba luminosa y resplandeciente gracias a maravillas que los hombres de esta época no podían siguiera imaginar.
Saludó con un vago gesto de la mano a uno de los guardas nocturnos, que le devolvió un adormilado gruñido. Se desplazó por el borde de la gran carpa central hasta llegar a un pequeño carromato en cuyo lateral había pegado un cartel, copia de los muchos que se habían repartido por toda la ciudad. Aunque apenas podía verlo, lo conocía como la palma de su mano, pues con él había viajado por las mayores metrópolis del continente. Era un dibujo de él mismo, vistiendo una amplia capa de terciopelo rojo y un exótico turbante de maharajá que lucía un enorme brillante falso sobre su frente. Sobre el dibujo, unas ostentosas letras doradas anunciaban su nombre: ODISEO, EL GRAN MAGO LEVITADOR.
Tras el accidente fue fácil encontrar trabajo en el fastuoso circo Maxentius Giraldini, que llevaba por toda Europa el mayor espectáculo del mundo. Su itinerante forma de vida le permitía visitar las bibliotecas y las universidades de todas las grandes ciudades. Sus compañeros de espectáculo lo contemplaban con curiosidad. Se preguntaban que llevaba a aquel tipo extraño a leer todo libro sobre ciencia que caía en sus manos y a entrevistarse con sesudos y eruditos profesores. Pero lo toleraban sin más. Eran gente avezada en las turbulencias de la vida y acostumbrada a tratar con bichos raros, pues ellos mismos eran parte de la eterna parada de monstruos que constituía el gran mundo del circo.
Además su número era uno de los más populares y de los que atraían más público bajo la voluminosa carpa rayada. Y eso siempre significaba dinero y comida para todos. El espectáculo del gran mago era sencillo, pero cada vez lograba dejar al público con una expresión de desencajado pasmo en sus semblantes. Odiseo era capaz de hacer flotar en el aire, tanto tiempo como quisiera, a cualquier voluntario del público que tuviese el valor de ofrecerse a la prueba. Nadie nunca había conseguido averiguar la metodología del truco, así que el gran Odiseo se había ganado con los años la reputación de ser uno de los mejores magos de la época, y también uno de los más herméticos.
La explicación, sin embargo, era simple. El truco consistía en que no había truco. Ni finos alambres ni delgados hilos invisibles movidos con presteza. Las personas, simplemente, flotaban de verdad.
Sólo él sabía que la falsa joya de su turbante no era tal, sino un pequeño dispositivo antigravedad que podía enfocarse sobre cualquiera a voluntad, accionado a través del pequeño control remoto escondido bajo la manga de su frac. Unos cuantos pases mágicos, unas palabras extrañas e incomprensible pronunciadas con voz grave, unos momentos de simulada concentración, y ¡tachán! el voluntarioso miembro del público, para estupor de propios y extraños, acababa balanceándose en el aire por arte de magia.
El rayo antigravitatorio era una de las pocas cosas que pudo salvar tras el percance con su máquina de traslación temporal que lo había dejado varado en plena centuria decimonónica, a más de trescientos años del futuro, de su casa y de su hogar.
Durante largos años había tratado de reparar la máquina del tiempo. Y casi lo había conseguido. Tan sólo le faltaba un último detalle, un ingrediente final. El combustible. El artefacto necesitaba quemar 239Plutonio, un elemento metálico radiactivo que no sería descubierto por la ciencia hasta 1940. Había buscado por todas partes, había leído cada libro técnico y científico de la época. Había hablado con todos los especialistas y eruditos que pudo encontrar. Pero era demasiado temprano en la historia del mundo. En ese año de 1884 Pierre y Marie Curie aún no se habían conocido, y todavía faltaban unos cuantos de años para que la genial pareja descubriera al mundo las maravillas de la radiactividad natural.
Lanzó un ahogado suspiro y abrió la pequeña puerta del carromato que era su hogar. Mañana había función, y tenía que preparar los ropajes para su número.
Cualquier tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia.
Sir Arthur C. Clarke
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