LA MONTAÑA
No son muchos los que lo saben, y menos aún los que están dispuestos a admitirlo. O tienen el valor de hacerlo. Pero escrito está en los arcanos libros que aún guardan la sabiduría ancestral: hubo un tiempo en que los hombres vivían sometidos al yugo de los dioses, hasta que un héroe lo sacrificó todo para romper las cadenas y liberar a la humanidad.
Los pueblos que vivieron en los primeros tiempos del mundo sabían que la única manera de conseguir lo que deseaban era a través del favor de los dioses. Sin su indulgencia, ningún anhelo era satisfecho, ningún ruego colmado, ninguna esperanza alcanzada. Los dioses concedían los sueños rogados por los hombres, si su caprichosa y voluble voluntad así lo determinada. Y los hombres suplicaban sin cesar su beneplácito.
Esta sabiduría se ha perdido ya en la memoria del mundo, pero para Ere Nayak, la tiranía de los dioses era algo real y tangible, pues él vivió en una época cuyo recuerdo no ha llegado a nuestros días.
Al pie de la ladera, Ere Nayak tiró a un lado el zurrón con las magras provisiones que aún le quedaban. Estaba en la última etapa de su viaje y ya no le servían de mucho. Tras unos instantes de vacilación, también arrojó lejos la maciza espada de hierro que llevaba al cinto. Tan sólo conservó la lanza, que podría servirle de cayado durante la escalada. Se arrebujó en sus gastadas ropas de piel sin curtir y comenzó a subir con determinación. Alcanzar la cumbre se había convertido en el único, y quizás el último, motivo de su existencia.
―Quizás lo consiga ―dijo #113 a sus dos compañeros en lo alto de la montaña. El dios observó con los ojos entrecerrados a la pequeña figura que se movía gateando entre las rocas, acortando la distancia lenta, pero inexorablemente.
―Eso es imposible ―contestó #54 con un deje de hastío―. Ninguno de ellos ha llegado nunca hasta aquí.
―Una o dos veces sí que lo han conseguido, mi querido #54. Deberías leer los Registros de vez en cuando.
El dios soltó un resoplido y expresó sin sombra de duda el fastidio y aburrimiento que supondría la tarea sugerida por su divino colega. Se giró sobre sus pasos y centró su atención en #69, que indolente y perezosa se recostaba sobre la nieve.
―¿Tenemos que estar aquí todavía mucho tiempo? ―preguntó #69 con un bostezo―. Estoy terriblemente aburrida. Aquí no hay nada que hacer.
―Hay que esperar a que el humano llegue a la cima de la montaña ―contestó #113.
―¿Para qué? ¡Yo quiero volver! ―insistió la diosa con un precioso mohín de su boca mientras cambiaba de postura.
―Mucho me temo, querida mía, que no te queda más remedio que ejercer la virtud de la paciencia. Esta es la montaña de los dioses; si un humano consigue alcanzar la cumbre, al menos uno de nosotros tiene que estar aquí para recibirlo. Ya lo sabes. Son las reglas ―replicó #54 con una sarcástica sonrisa.
―Esto de la divinidad es a veces un auténtico fastidio ―replicó #69 con un suspiro. Se recostó un poco más sobre el helado suelo y cerró los ojos.
Ere Nayak miró hacia arriba un momento, a la cima que era el final de su largo viaje. Su meta. Su destino. Aún le quedaban mucho por ascender y el frío de la montaña drenaba con rapidez sus ya mermadas fuerzas. Soltó un gruñido de dolor cuando uno de sus desollados pies se apoyó sobre una piedra plagada de filos cortantes. Paró unos instantes y maldijo por enésima vez a los dioses.
Él nunca había prestado demasiada atención a las antiguas historias de su pueblo. Los dioses siempre le habían parecido criaturas remotas e impredecibles, tiranos ciegos que regían el mundo llevados tan sólo por su capricho y su antojo. Pero cuando el desastre abatió su aldea, comprendió que la única mantera que tenía de cambiar el destino era subir a la montaña y hacer su petición. Según contaba la leyenda, ya hubo una vez un hombre que lo consiguió. Su deseo fue gobernar sobre el gran bosque y los ríos que lo surcaban. Él fue el primer rey de su pueblo.
Apretó los dientes, se agarró con fuerza a las rocas y continuó su ascensión. No estaba dispuesto a rendirse.
Llegar a la montaña y conseguir el favor de los dioses no había sido tarea fácil, como bien advertían las leyendas de su tribu. Ere Nayak tuvo que atravesar desiertos calcinados habitados por criaturas extrañas y ponzoñosas. Surcar pantanos abarrotados de mosquitos y sanguijuelas que se pegaban a su piel por docenas. Se vio obligado a luchar contra enemigos sanguinarios y bestias feroces. Ninguno de los que partieron con él al comienzo del viaje había conseguido llegar. Sólo la obstinación y el odio le impulsaban a seguir, a mantenerse en pie. Y la última prueba había sido la peor de todas. Tuvo que elegir entre aquella pobre gente o continuar su largo viaje. Muchos inocentes murieron, incluyendo mujeres y niños. En su búsqueda lo había perdido todo, familia, amigos, honor, dignidad y la bondad de su corazón. Ya no le quedaba nada. Ya nada podía detenerlo. Sabía que no habría viaje de vuelta a casa.
―¡Creo que aquí llega! ―exclamó el dios de menor rango.
―¿Qué se supone que debemos hacer con él? ―preguntó #54.
―Hay que concederle lo que nos pida. Es el premio por subir a la montaña ―contestó #113.
―¿Y qué nos pedirá?
―Riquezas, fama, poder, la resurrección de algún ser querido…, eso suele ser lo normal.
#69 se desperezó con voluptuosidad y emergió de la aparente modorra en la que estaba sumida.
―¿Podemos resucitar a los mortales? ―preguntó.
―Según los Registros, creo que sí ―contestó #113.
―¡Qué interesante! Aun así, sigo pensando que todo esto es una verdadera pérdida de tiempo. Deberíamos olvidar a ese estúpido mortal y regresar. ¡Me aburro! ¿Por qué me habéis traído? ¿Por qué no se lo pedisteis a #27? ―refunfuñó la diosa.
―Lo hice ―dijo #113―. Pero ella tiene un rango superior al tuyo, así que podía permitirse elegir.
La diosa recostada sobre la nieve escupió una maldición que era a la vez un soez y despectivo insulto para su correligionaria deidad.
Un brazo sucio y medio congelado asomó por el borde del último risco. Le siguió un cuerpo que una vez fue musculoso y fuerte, pero que ahora se encontraba desecho, como un muñeco de lana a punto de deshilarse. La cabeza del hombre estaba oculta en parte por un burdo vendaje manchado de oscuro que cubría uno de sus ojos. Los pies y las manos no eran más que llagas heladas. #113 sintió un conato de asombro, incluso de admiración ante la visión del desdichado mortal. #54 se vio invadido por la confusión. #69 lanzó una mueca de asco.
―¿Sois los dioses? ―preguntó Ere Nayak con todo el aplomo que el terror que aleteaba en su pecho le permitía.
―Yo soy… uno de los… eh… dioses de la montaña ―respondió #54 en la lengua del hombre―. Bienvenido a nuestra sagrada presencia… eh… mortal del pueblo de… eh… los… de abajo de la montaña.
#54 lanzó una mirada de interrogación a su compañero. #113 respondió con una leve inclinación de cabeza.
Ere Nayak observó con su único ojo sano a la sonriente deidad. El temor que sintió al principio empezó a desvanecerse como la niebla en un vendaval.
―¿Os avendréis a conceder mi petición? ―prenguntó.
―Esa es la regla. Todo aquel que alcance la cima de la montaña de los dioses tiene ganado su favor.
―¿Cualquier cosa?
#69 lanzó un resoplido de impaciencia.
―Lo que pida tu corazón ―respondió #54.
Ere Nayak se dejó caer de rodillas, agotado, delante de la divina trinidad que lo contemplaba. Tras unos segundos, levantó el rostro con esfuerzo y miró a los dioses con desafió.
―Pido que los dioses abandonen la montaña y nunca más intervengan en el mundo de los hombres ni en sus vidas. Que nunca más dependamos de los dioses ni tengamos que rogar sin tregua por su benevolencia. Que no nos veamos sujetos a su capricho ni a su ira. Deseo que los hombres sean los dueños y señores de su propio destino.
Las tres deidades se miraron unas a otras en profunda consternación.
―Las reglas son las reglas ―dijo #113 con un encogimiento de hombros.
Ere Nayak cayó muerto a los pies de los dioses de la montaña, pero su viaje no fue en vano. Consiguió su propósito. Los dioses abandonaron el mundo y nunca más se inmiscuyeron en los asuntos de los hombres. Aunque algunos lo hayan olvidado.
Bienvenido/a, Juan Nadie
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