Cuando abrió los ojos, era de noche. La habitación estaba a oscuras.
Le había despertado la sed. Beatriz tenía la garganta seca y apenas segregaba saliva. Sentía la boca pastosa, inundada por el acre sabor de la sangre, y notaba costras de piel reseca en los labios, pero ni siquiera podía separarlos. La mordaza estaba muy bien puesta. Una cinta adhesiva le tapaba la boca y la masa de algodón que tenía dentro, entre la lengua y el paladar, le impedía articular palabra. Si lo intentaba, le entraban arcadas y lo último que quería era morir ahogada en su propio vómito.
El tipo que la había inmovilizado debía de ser un profesional, porque lo había hecho a la perfección. Le era imposible moverse más de un centímetro. Estaba sentada en una silla, con las manos atadas tras el respaldo y las piernas estiradas hacia atrás, sujetos los tobillos por un cable a las patas. No tenía un solo punto de apoyo, lo que le impedía cualquier intento de balancearse y volcarse. Además, la silla era fuerte, con la estructura de metal. Por mucho que la hiciera tambalearse, no iba a ceder ni a romperse.
Miró hacia la ventana. A través de las cortinas se dibujaba un cartel luminoso que parpadeaba. A Beatriz le resultaba familiar, pero no era capaz de reconocerlo. Ponía todo su empeño en averiguar dónde estaba, a dónde la habían llevado mientras estaba inconsciente. Pero era incapaz. Se sentía perdida y confusa. Unas lágrimas de impotencia empañaron sus ojos.
La sed le impedía concentrarse. Estaba muy tensa. Las cuerdas y los cables con que le habían atado se le clavaban en la carne. Tenía las piernas y los brazos entumecidos y las nalgas doloridas de estar tantas horas sentada sobre la dura plancha de la silla.
¿Cuántos días llevaba en aquel apartamento desamueblado, sin agua corriente ni luz eléctrica? Había perdido la noción del tiempo. Se estaba volviendo loca, pensando y pensando, pues era lo único que podía hacer para distraerse. Y aquella noche, su secuestrador no se había dignado a aparecer para alimentarla, como hacía tres veces al día. Solía llevarle cualquier porquería, comida rápida. Pero casi le echaba de menos. ¿Por qué no había ido? ¿Quizá para hacérselo pasar mal? ¿Peor todavía? ¿Era una muestra de sadismo?
Para colmo, tenía frío. Estaba desnuda. Aquel tipo despreciable le había quitado toda la ropa mientras estaba inconsciente por el cloroformo. Cuando regresaba al piso la observaba, a veces la tocaba. De momento, se había conformado con eso, con manosearla. No había abusado de ella de otra forma. Pero un maleante como aquel, tan loco como para raptar a una chica indefensa y encerrarla maniatada en un apartamento abandonado, era probable que en algún momento pensara en violarla.
Desde luego, nada de lo que hacía era agradable. Con frecuencia le hacía sentir mucho miedo y temer por su vida. Cuando menos lo esperaba, sacaba del bolsillo una navaja retráctil y paseaba la afilada hoja por sus curvas. Sin previo aviso, terminaba hundiendo ligeramente la cuchilla y luego la retiraba para limpiar la sangre con los dedos. Tenía el cuerpo cubierto de feos arañazos, con la sangre coagulada. ¿Aquella salvajada le divertía?
La sed se agravaba y no podía conciliar el sueño. Dormir era lo único que le permitía tener la sensación de que el tiempo pasaba más rápidamente. Todo era tan angustioso…
Aún se estaba mirando en el espejo cuando Sonia, su mujer, irrumpió en el dormitorio.
-Jorge, tienes la corbata torcida.
-¿En serio?
Jorge hizo ademán de mover la corbata, pero fue Sonia quien la cogió por el nudo, apretó el lazo y se la colocó bien.
-Gracias.
-¿Vas a desayunar conmigo? –le preguntó ella, mientras se ahuecaba el pelo y se lo cepillaba.
-No. Tengo que salir ya. Voy a pasar por El Alminar.
-¿El Alminar?
-Sí, el barrio del Alminar. Tengo un asunto que resolver allí.
-Ah, ya –comprendió la joven, mientras se abrochaba la blusa-. ¿No has terminado todavía allí?
-No, tengo una visita –contestó Jorge.
-Oh, vaya, olvidé recoger mi vestido –replicó Sonia, alterada, como si acabara de recordarlo.
-No te preocupes, yo me acercaré esta tarde por la tintorería.
-¿De verdad?
Por toda respuesta, Jorge miró sonriente a su mujer y la besó en los labios.
-Anda, vete ya, que llegarás tarde –le dijo ella, contenta.
Minutos más tarde, Jorge salía del ascensor y se encontraba con un vecino en el vestíbulo. Era el presidente de la comunidad.
-Buenos días, señor Díaz.
-Hombre, hola, Jorge. ¿Cómo va el negocio?
-Corren tiempos difíciles para las inmobiliarias, ya lo sabe usted. A propósito, ¿recibió usted lo que encargó?
-Sí, ayer por la tarde.
-Entonces, ¿qué le parece si subo esta tarde para ayudarle a instalar la antena?
-¿De verdad? –inquirió el anciano señor Díaz, abrumado por su atento vecino-. De acuerdo, como quiera. ¿A las siete?
-Mejor a las ocho.
Jorge se despidió de Díaz y caminó calle abajo, hacia la estación de metro más próxima. A esa hora todavía había pocos viandantes. Su rostro era la muestra más pura de la satisfacción. Pero algo le preocupaba.
Unos metros antes de llegar a la boca del metro, un automóvil se detuvo junto a la acera, cerca de él. El conductor bajó la ventanilla del asiento contiguo usando el elevalunas eléctrico y llamó su atención con una voz y un gesto.
-Perdone –le dijo, con el tono de quien va a formular alguna pregunta, seguramente por una dirección.
-Dígame –respondió Jorge, mientras se acercaba al auto.
Antes de que pudiera reaccionar, aquel individuo, cuya mano izquierda no soltaba el volante, le apuntaba con el cañón de una pistola que sujetaba con la diestra.
-Ahora abra la puerta despacio y métase en el coche.
-¿Qué está diciendo? –exclamó Jorge aturdido.
Era la primera vez en su vida que veía un arma de fuego tan cerca. El tono amenazador de aquel desconocido le puso especialmente nervioso. Tendía a mantener el temple y observar con frialdad las situaciones más difíciles, pero aquel lance superaba lo normal.
-Hay alguien que quiere hablar con usted cuanto antes. No sé qué cuentas tiene pendientes con él, pero no le aconsejo que le haga esperar. Así que no se lo voy a repetir. ¡Métase en el coche!
El maleante no apartaba la pistola con la que le encañonaba y le contemplaba con desdén. No le gustaba su mal talante.
-Está usted confundido. No soy quien busca –rebatió Jorge. El otro amartilló el arma-. Está bien, está bien. Tranquilo, ¿de acuerdo?
Jorge abrió la portezuela, pero, en lugar de introducir su cuerpo en el vehículo, aprovechó la ocasión, el ruido producido por la puerta al abrirse y despegarse de la juntura, para echarse a un lado y empezar a correr en dirección a la boca de metro.
-¡Hijo de…!
Oyó cómo le gritaba el matón, que salió del coche maldiciéndole, pistola en mano. Empezó a perseguirle y abrió fuego. La bala se incrustó junto a las escaleras de descenso a la estación y había rozado la pierna de un transeúnte. Jorge vio saltar las esquirlas de cemento tras el impacto. Fue suficiente para intimidarle. Pensó que debía intentar engañar a su perseguidor, por lo que cambió de dirección y evitó perderse en las galerías del metro, donde no tenía la certeza de poder huir.
Miró atrás mientras corría a toda velocidad por la calle. Aquel energúmeno estaba acostumbrado a correr y le pisaba los talones. Jorge atravesó un cruce, con el semáforo en rojo, y una furgoneta de reparto estuvo a punto de atropellarle. Pero siguió adelante.
Alguien chilló detrás, seguramente asustado por la pistola que empuñaba aquel asesino. Se oyó otro disparo. Jorge se encogió de hombros instintivamente, pero siguió corriendo enloquecido. A su paso, empujaba bruscamente a quien se interponía en su camino.
De repente, al doblar una esquina, chocó de bruces con una carretilla cargada de cajas de hortalizas. No le dio tiempo a esquivarla. Tropezó y el traspié le llevó al suelo. Al caer se golpeó la rodilla, pero no quiso hacer caso al lacerante dolor que le recorrió la pierna hasta la cadera. Se reincorporó rápidamente, ayudado por el hombre que empujaba la carretilla.
-¿Se ha hecho daño?
Otra persona empujó violentamente a aquel pobre hombre y lo tumbó en el suelo. Jorge estaba arrodillado cuando sintió el frío cañón del arma en la nuca.
-Me lo has puesto difícil, capullo.
-Escúcheme, esto es una locura. Está confundido. ¡Se ha equivocado de persona!
-Creo que no –refutó el matón-. Aquí acaba todo para ti.
Luego, apretó el gatillo.
Jorge gruñó agonizante y se desplomó sin vida. Lo último que pensó fue en lo inútil que había sido intentar escaparse. Y que no iba a poder ir más al barrio del Alminar.
Yacía muerto en la acera, sobre un charco de sangre, entre el griterío del tumulto que se estaba empezando a formar al otro lado de la avenida. El asesino se aprestó a marcharse del lugar del crimen, pero entonces otro hombre se lo impidió.
-Te lo estaba diciendo, pero ni le escuchaste –le reprochó aquel misterioso muchacho con gabardina, que le clavaba algo duro en el costado y le hablaba al oído en un susurro-. Te has confundido. Cuando te encarguen un ajuste de cuentas, ya que tienes mala memoria, fíjate mejor en la cara de la víctima que aparezca en la foto.
Disparó. Su pistola tenía un discreto silenciador, pero se escuchó el sordo golpe del cadáver al desplomarse contra el asfalto.
-Apúntatelo para hacerlo bien en el infierno.
Después, se marchó.
El secuestrador no había vuelto. Beatriz estaba extrañada. Le había prometido que la soltaría, sin hacerle daño. No sabía cuándo, pero se lo había prometido. ¿Era una especie de diversión hacerle pasar hambre y sed, mantenerla en aquella incómoda silla sin poder moverse? No lo sabía, pero de momento tenía que confiar en su palabra. Tenía que agarrarse a esa esperanza. De hecho, lo único que sabía de él era que vestía bien. Era elegante. Y olía a chocolate, qué perfume más extraño. Debajo del traje y la corbata parecía esconderse un cuerpo delgado y bien proporcionado. Pero no le había podido ver el rostro, porque lo ocultaba tras una máscara. También forzaba la voz, tal vez para darse un aire más intrigante.
¿Pero por qué no volvía? Tenía mucha sed. Le dolía el estómago de hambre. Y el frío se había apoderado de su cuerpo desnudo. El moco se le acumulaba en la nariz y le costaba respirar. Al menos, el dolor había mitigado. Apenas si sentía que tenía piernas y brazos. No sabía si era buena señal. Tal vez la sangre no estuviera circulando bien.
Miró a la ventana de nuevo. Una sombra se dibujaba al trasluz de la cortina. Sobre los tejados de los edificios, había una forma espigada. Parecía una torre.
Sí. Eso era. Ya sabía dónde estaba.
Estaba en el barrio del Alminar. ¡El barrio del Alminar! Pero… ¿le servía de algo saberlo?
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...(...) "y porque era el alma mía, alma de las mariposas" R.D.