Éxtasis de la Iglesia Apocalíptica del Ángel Negro
Existen sombras en el alma humana que nos instan a mirar hacia los cielos en busca del ser que pueda proyectarlas sobre nuestros espíritus.
Cuando su hermana le clavó en el muslo sus puntiagudos y blanquecinos dedos, Azmodeo, sumo sacerdote de la Iglesia Apocalíptica del Ángel Negro, tuvo la certeza de que todo, finalmente, marchaba a la perfección. Aquel convencimiento se debía a que su hermana llevaba muerta tres años. Sería erróneo, no obstante, achacar dicha reacción a la demencia.
Desde que Brescia, un astrólogo de origen italiano, predijera en el año 2006 el inminente fin del mundo, millares de creyentes, como él, habían consagrado su vida a la preparación para aquel momento. Más de cien años después de que tuviera lugar la revelación, Azmodeo había llegado a ser la cabeza de ese grupo de creyentes, el sumo sacerdote de la Iglesia Apocalíptica del Ángel Negro.
El camino no había sido fácil y muchos mártires lo habían sembrado. Les habían ridiculizado por sus hábitos y sus ritos, por tener creencias en un mundo totalmente hastiado del espíritu. Al final, al ver que no se doblegaban bajo las burlas, el gobierno, alegando el bien de la comunidad, les había proscrito.
Secta peligrosa. La Iglesia Apocalíptica del Ángel Negro había adquirido aquella denominación que la marcaba a fuego dentro de la sociedad, que la expulsaba a las sombras, a las modernas catacumbas. A partir de aquel momento, había comenzado su penoso vagar a la espera del gran momento.
Todo se había debido al enantiómero beta de una poliamida popularizada con el nombre de “Puerta de Beltenebros”. Damian Jackson, uno de los más reconocidos miembros de la Iglesia Apocalíptica del Ángel Negro, la había sintetizado más de veinte años atrás para su uso durante los rituales de los solsticios y los equinoccios realizados por la secta. Por desgracia, no tardó en salir del cerrado círculo de acólitos y se reprodujo y sintetizó en los bajos fondos de varias ciudades.
A una velocidad insospechada, la popularidad de aquella droga alucinógena, que estimulaba las visiones místicas hasta límites muy superiores a los de su predecesora, el LSD, aumentó hasta límites desorbitados. A esta gran acogida se mezclaron acusaciones de narcotráfico y envenenamiento de la población. En menos de dos meses, toda la estructura de la Iglesia Apocalíptica del Ángel Negro había sido declarada ilegal, y se habían iniciado, además, procesos criminales individuales que afectaron a casi todos sus miembros.
Acusaciones de lavado de cerebro, de corrupción de menores, de torturas psicológicas, de secuestros, de cualquier mal imaginable, se sucedían sin cesar. Y aunque aquella ola de odio se había visto acompañada de un aumento de fieles, que reafirmaba a Azmodeo en sus convicciones, aquellos años se consideraron los más negros de la historia de la secta.
Aquella mañana, sin embargo, ya nada de eso importaba. Lo sufrimientos habían terminado. Su hermana le había atravesado el muslo con sus mortecinos dedos afilados después de llevar muerta tres años. El momento, por fin, había llegado.
Cuando por fin desapareció de su vista el espectro, Azmodeo se levantó penosamente del diván. La pierna le ardía como si llevase todos los fuegos del infierno dentro y apenas podía caminar. Poco importaba.
Renqueando, se abrió paso por la nave principal del templo, sorteando los cuerpos desnudos y sudorosos de los acólitos que, después de una intensa noche de orgiásticas celebraciones, reposaban entrelazados, dispersos por el suelo.
Cuando llegó a la puerta, Azmodeo se detuvo un instante para contemplarlos. Sus rostros totalmente relajados, mientras disfrutaban del sueño de los exhaustos, le llenaron de ternura. Una lágrima resbaló por su cara al pensar en todas las bienaventuranzas que gozarían dentro de poco.
Apenas cubierto por su toga ritual, el sumo sacerdote salió a la calle sin temor a que localizasen el principal templo de la secta. El momento había llegado y todo aquello carecía de relevancia. Los espíritus de los muertos, que deambulaban ante sus ojos por todos los rincones de la ciudad, así lo atestiguaban.
Con una sonrisa beatífica, sabedor de haber seguido todos los preceptos, de haber preparado su alma para aquella jornada histórica, Azmodeo empezó a entonar los salmos y alabanzas correspondientes a un día tan importante. Su potente voz y su extravagante aspecto captaron la atención de todos los transeúntes, así como la de algunos vecinos que, alertados por los gritos, se asomaron a las ventanas.
Azmodeo, ignorando sus miradas sorprendidas, suponiendo que no veían a los espectros, muestra inequívoca de la resurrección de los muertos y de la llegada del fin del mundo, a causa de sus almas impuras, continuó su caminar por la calle cantando lleno de regocijo.
Pronto se le unieron algunos de sus acólitos, a los que había despertado el creciente rumor que provenía de la calle. Aquellos cuya fe era mayor se aproximaron sin dudar a su mentor. Otros, más temerosos, se escabulleron por las calles adyacentes en un intento por pasar desapercibidos.
Luego llegó la policía.
Con las sirenas aullando un auténtico pandemónium, los agentes de la guardia antidisturbios cerraron todas las calles adyacentes a la improvisada manifestación. Gritándoles con los megáfonos, les instaron a rendirse. Aquello, obviamente, no afectó lo más mínimo a Azmodeo y sus seguidores. En medio de un éxtasis colectivo, veían las almas de los muertos sobrevolando las cabezas de los policías. Cuando estos lanzaron la primera salva de gases lacrimógenos y de proyectiles de goma, escucharon las trompetas del Apocalipsis y percibieron los sulfuros del Infierno. En medio del caos, uno de los proyectiles impactó, como guiado por un destino cruel, en la sien del sumo sacerdote, lo que causó su muerte inmediata.
El estudio postmortem de sus conexiones neuronales, realizado para esclarecer las circunstancias de esta muerte accidental, reveló que el difunto vio al Ángel San Gabriel descender a su lado para recoger su propio cuerpo, con el que ascendió a los cielos.
El mecanismo por el cual la alucinación del fin del mundo migró desde la mente de Azmodeo a las de todos los acólitos leales no ha sido esclarecido todavía, como tampoco el modo en que dicho proceso ocasionó la muerte al unísono de todos ellos.
Numerosos causas disciplinarias se abrieron a los agentes que participaron en la operación de dispersión de la manifestación ilegal, pero el desconcierto fue tal entre los magistrados que prácticamente la totalidad de las mismas quedaron en suspenso. Incluso, hoy en día, hay quien comenta que los jueces quedaron afectados por la susodicha alucinación colectiva y que vieron espectros durante las vistas previas a los juicios, aunque, huelga decirlo, no se ha realizado ningún examen neuronal que pudiera arrojar luz sobre el particular.
Sobre esta investigación, así como sobre las implicaciones que estas muertes masivas tuvieron en la Iglesia Apocalíptica del Ángel Negro, hablaremos en la próxima lección, terminando así la programación de este curso sobre sectas contemporáneas y su relación con las drogas alucinógenas.
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