Conejito y sombras
Uno no puede saber qué se esconde en las sombras, agazapado bajo su manto.
Por eso a Timmy no le gustaba la oscuridad. Tenía la impresión de que algo rondaba cerca, fuera de su alcance, escabulléndose justo al límite del rabillo del ojo. Así, cuando saltaron los plomos del viejo caserón, no dudó ni un instante y, cogiendo una linterna, se dirigió hacia el sótano.
Quizás hubiera debido esperar a que su abuela se levantara, pero si no lo había hecho en todo el día, ¿por qué iba a hacerlo ahora que ninguna luz podía perturbar su sueño? No, si quería disipar aquella oscuridad, tendría que ser él mismo quien se encargara de solventar el problema.
La casa estaba destartalada. En los quejidos de las tablas aullaba el peso de los años, y en las ventanas la luz de la luna se reflejaba incapaz de atravesar el cristal deslucido. La linterna del chiquillo erigía titánicas siluetas a la espalda de cada mueble, monstruosos sillones negros dominando estancias silenciosas, terroríficos zarzales de percheros descarnados. Apenas les dirigía una mirada: su objetivo estaba en la bodega. Tenía que cambiar los fusibles.
Abrió, no sin esfuerzo, la puerta que daba al subsuelo y bajó con cuidado la escalinata. Aquí los peldaños eran de piedra, pero no resultaban más seguros que los de madera: la humedad y numerosas pisadas los habían desgastado tornándolos resbaladizos. Trastabillando en los últimos pasos, llegó por fin al sótano. La linterna apenas mellaba la oscuridad.
Podía percibir a su alrededor las siluetas huidizas de los intrusos. Ratas. Sombras fugaces que se escapan a la vista. Quizás algún gato. Sombras...
Tanteó el muro sin dejar de mirar a su alrededor, pendiente de ese resquemor, de esa presencia espectral, pero en vez de tocar el panel de madera que buscaba, su mano se hundió en un velo de telarañas. Casi sin darse cuenta, perdida la orientación en la penumbra, basculó hacia el pasaje oculto. En tres pasos había franqueado aquel umbral escondido.
Timmy miró a su alrededor, ayudándose con la linterna. Estaba en un pasaje angosto y retorcido. Parecía excavado en la tierra, pero sin seguir un plan lógico, como si únicamente se hubiera buscado habilitar un camino. ¿Pero qué mente, perturbada o animal, hubiera podido hacer ese túnel? El niño sintió un escalofrío recorrerle la espalda, y el deseo de volver arriba, al salón, junto a la estufa. Luego pensó en su abuela, que no había reaccionado siquiera cuando le había zarandeado para despertarle, y, al mismo tiempo, reparó en la luz que brillaba más adelante, al final del pasaje. Luz que disipa sombras.
Él solo no podría encontrar los fusibles.
Avanzó.
Con cada paso, la distancia entre las paredes se reducía. Además, del techo empezaron a asomar raíces, cada vez más largas, más ansiosas. Sus dedos nudosos acariciaban su cabeza con creciente insistencia. Casi parecía poderles oír susurrar “vuelve, vuelve”, o quizás “quédate, quédate aquí para siempre”.
Timmy volvió a sentir la caricia fría en su dorso. Al mismo tiempo, adivinó movimiento más adelante, donde las sombras todavía persistían. Nervioso, se puso a tararear “Jack Culebra”, su canción preferida. La silueta se fue perfilando.
Un cuerpo peludo.
Unas largas orejas.
El brillo de unos dientes incisivos.
La luz de unos ojos rojizos.
Un conejo.
Timmy sonrió. El animal se alejaba de él, esforzándose por permanecer fuera del alcance de la linterna. Aun así, el chiquillo adivinó algunos rasgos de su extraño guía: una chaleco a cuadros, un viejo reloj de bolsillo, una chistera ajada... Sin darse cuenta, fue acelerando su marcha hasta casi correr tras el roedor. Las voces del bosque subterráneo suspiraban en sus orejas -“Márchate, corre cuando aún puedes”- pero no le robaban la sonrisa. Al final, la criatura se detuvo, coqueta, agazapada en un rincón.
Estaban en un ensanchamiento del túnel, casi una pequeña caverna de tierra desmenuzada. Aquel sitio no le gustaba un pelo a Timmy: demasiadas sombras, olor a sepulcro recién excavado. Aun así, no pudo evitar acercarse al conejito. Este le espero
aguardó
hasta que estuvo justo a su espalda
y entonces se giró
mostrando sus dientes amarillos
su mirada demente
la boca espumando.
Timmy lanzó un tajo rápido y abrió el cuello al animalillo en una macabra sonrisa. Ya cadáver, el conejo siguió convulsionándose en el suelo, sangrando a borbotones, gorgoteando maldiciones de cazador cazado. El niño lo tomó por las orejas y volvió sobre sus pasos. En aquella cueva había, finalmente, demasiadas sombras, y a Timmy no le gustaban.
En la oscuridad, no sabes qué puede escabullirse justo a tu lado.
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...(...) "y porque era el alma mía, alma de las mariposas" R.D.