El nido del monstruo

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kermit
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Los niños juegan al fútbol callados como tumbas de bolsillo. El balón rueda sin que nadie lo pida en voz alta, las jugadas polémicas se resuelven a puñetazos pero sin amenazas previas y, cuando alguien mete un gol, lo celebra mimando alguna obscenidad. Da igual, el dinosaurio arranca desde el seto de laurel nada más empezar el segundo tiempo, carga levantando una nube de polvo hacia el terreno de juego, con el mismo dichoso rugido de siempre y, una vez más, cuando los niños se han ido coge el balón entre sus diminutos brazos, y vuelve sobre sus pasos con toda la calma del mundo. Y después ya nadie se calla. Nilín hace honor a su nombre y se pone a llorar, Torpedo intenta derribar los árboles con sus zapatillas de último modelo, Cris maldice a los adultos, cuyas reacciones fluctúan entre la risa y la bofetada cuando algún niño intenta convencerlos de la existencia del monstruo del parque, Laurita la eterna suplente arroja su muñeca al suelo. Ernesto es el único que mantiene la calma, se dedica a  mirar un aparato amarillo cuya pantallita está llena de mapas y coordenadas.

Al cabo de unos minutos, hace callar a todo el mundo

-¿Veis esto? –dice, mostrando a todo el mundo el artefacto -. Pues coloqué un transmisor en el balón antes del partido, y aquí sale por dónde va.

Toño le grita que miente, Torpedo le arroja una de sus zapatillas de último modelo, por suerte sin que haga blanco. Los demás se quedan callados.

-Voy a ir tras el monstruo –continúa Ernesto -. ¿Quién se viene conmigo?

-¡Yo! –contesta Hugo.

-¡Y yo también! –responde Laurita la eterna suplente.

-¿Nadie más? –Ernesto pone una mueca de burla en su cara -. Anda, que vaya panda de gallinas.
Vuela la otra zapatilla de Torpedo, sin que tampoco esta vez tenga éxito. Los tres niños salen del claro, agitando los brazos y cacareando.

Caminan de puntillas, evitando las hojas secas y las ramitas del suelo y poniendo caras de angustia cuando por error pisan una, y su camino les lleva al montón de hierros retorcidos, ladrillos rotos y cemento que, según sus padres, es lo que queda de la antigua casa de fieras. Los niños saltan la valla opaca de obras que el ayuntamiento puso hace años, se las arreglan para caer al suelo sin hacer un solo ruido, y reptan entre los cascotes como si fueran guerrilleros de tamaño reducido. Un gruñido cercano hace que se escondan tras los restos de un muro.

Pasan un tiempo quietos y casi sin atreverse a respirar, y luego Hugo eleva su cabeza, despacio, muy despacio, hasta que sus ojos llegan a un huequecillo que hay entre dos grietas del muro. Cuando la baja, les hace señas a sus amigos para que miren ellos, y se cambia de sitio con Laurita.

Es nada más y nada menos que un nido, la pila de ramitas, hierbas y hojas secas sobre la que está sentada el monstruo es lo mismo, aunque a mucho mayor escala, que lo que los niños están acostumbrados a ver en los árboles y en los documentales de fauna salvaje. Y como sucedáneos de huevos tiene, para infinito pasmo de los niños, los balones que el dinosaurio les ha ido robando.

-Anda, que qué bicho más pringado –se ríe Ernesto alrededor de cinco minutos más tarde, cuando los tres están los suficientemente lejos del zoológico para poder hablar -. ¿Os habéis fijado cuando se levantaba y se ponía a mirar los balones, cómo gemía?

-Oye, tú que eres bueno en ciencias –dice Hugo -. Si le salen hijos, ¿qué serían? ¿Del Madrid o del Barça?

-Pues qué queréis, a mí me da pena –responde Laurita.

Poco después, ella lleva a la casa de Edu el fuerte que le trajeron los reyes con todos los indios y los soldados del Séptimo de Caballería, y se lo cambia por su dragón teledirigido. Ya de vuelta en su habitación, le pone unas pilas carísimas pero que el de la tienda le ha asegurado que son casi eternas, y se pasa la noche aprendiendo a manejarlo.

Al día siguiente, los tres vuelven a las inmediaciones del antiguo zoológico.

Una vez se han asegurado de que el dinosaurio no les está viendo, Laurita saca el dragón de la bolsa donde lo tenía guardado, los niños corren a esconderse detrás de unos rosales, y Laurita empieza a accionar el mando. El dragón se mueve en todas las direcciones, a veces gruñe y otras veces pega gemidos lastimeros.

El dinosaurio no tarda en aparecer. Mira al dragón, se agacha para olerlo, responde a los ronroneos por control remoto con un sonido parecido, y se tira al suelo para jugar con su recién encontrado hijito. Poco después, se internan los dos por el bosque de las ardillas, seguidos a poca distancia por Laurita, mientras Ernesto y Hugo se van al zoológico a recuperar los balones.

Al día siguiente, los niños vuelven a jugar un partido completo, mucho tiempo después del último. Laurita la eterna suplente no está en el campo, pero todos los goles van dedicados a ella.
 

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Léolo
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Kermit, junto al título de tu relato debes poner la categoría en la que deseas participar:

terror (T), ciencia-ficción (CF) o fantasía (F).

¡Muchas gracias!

 

 

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