Del Meteorocentrismo y otras tonteorías
Aquella mañana el Jardinero se despertó muy temprano y cuando contempló desde su ventana la nueva alborada, decidió que era suficiente. Así que cepilló sus dientes con premura y fue a visitar al Alcalde, que vivía a siete pasos de su casa.
–Señor Alcalde, ¿no se ha percatado últimamente de algo raro? –le preguntó al hombrecillo que le había abierto la puerta en pijama y gorro con pompón.
–Pues… si afirmara que sí, mentiría.
–Mire a lo lejos. –El Jardinero señaló hacia un horizonte distante no más de treinta pasos–. ¿No le llama la atención el increíble tamaño del astro naciente?
–¿Tamaño? El de cada día, supongooooaaaagj –replicó en un bostezo el Alcalde, y se restregó las legañas.
–¡No no no, qué va! Recuerdo que antes los amaneceres lucían menos espectaculares. Y no hablemos de los mediodías. Desde chico me apasiona cultivar rosas, a usted le consta. A la sazón revoloteaba cual mariposa por los canteros, regando y oliendo mis flores hasta bienentrada la tarde. Sin embargo, hoy por hoy, apenas mi reloj marca las diez tengo que huir del jardín porque el calor es insoportable.
–Ya que menciona acontecimientos extraordinarioosaagj –el Alcalde se desperezó por completo y se rascó el cogote–, sí he notado que cada año que pasa… ¡caramba!, no sé de qué otra manera decirlo… cada año que pasa los años son más cortos. A este ritmo, de aquí a nada se me vienen encima las elecciones y todavía no tengo clara mi estrategia para contrarrestar la campaña del Sepulturero. Y de sólo imaginar que si pierdo me veré forzado a cederle esta villa y tomar su empleo… ¡Brrr!
–¡Vaya!, eso también es cierto. Entonces, ¿qué hará al respecto?
–Consultemos al Astrónomo. Espere a que me vista.
Al rato el Alcalde se hallaba de vuelta y se fue con el Jardinero a visitar al Astrónomo, que vivía a once pasos de allí.
El anciano científico los recibió en su observatorio de la azotea y los escuchó meditabundo; luego los sermoneó:
–Ahora el problema les quita el sueño, pero cuando en su momento alerté en el diario sobre la catástrofe, no pocos se rieron de mí.
–¿Qué catástrofe? –preguntaron el Jardinero y el Alcalde a dúo.
–Allá vamos otra vez–masculló el Astrónomo–. Seré breve. Si desean examinar las tablas y ecuaciones, soliciten mi artículo en la Biblioteca; por lo demás, los antecedentes son los siguientes: fue mi abuelo Potolemo quien estableció que el Universo gira a nuestro alrededor. Eso lo sabe hasta un niño, así que no seré yo quien se anote esos tantos por más que me hierva la sangre de envidia. Asimismo, aseveró que todos los cuerpos astronómicos que componen ese Universo, describen en torno nuestro una órbita semejante grosso modo a, digamos… una elipse…
–¿Elipse? –El Jardinero frunció sus cuidadas cejas.
–No nos pongamos petulantes, querido –refunfuñó el anciano–, que acudí a la analogía para no embrollarlos. Sepa que la trayectoria se corresponde punto por punto con el perímetro de un huevo negligentemente frito, ¿qué le parece, eh? A ver si ahora que le facilito el dato puede hacer algo con él… En fin, donde debería estar la yema de ese Gran Hue-vo –recalcó, mirando torvo al Jardinero–, que se originó en t+1 después del Tri Trá, nos encontramos nosotros. Fíjense que cuando dije “todos los cuerpos astronómicos” me refería a TODOS: los luminantes, los opacoides, los colorizos, los chanfleados, los redondiches, los muchimorfos y los de soplillo de larga cola. Pero a menudo sucede que, por imperfecciones inherentes al mecanismo que rige la Ley de Amarre de la Materia, alguno de tales cuerpos se desprende del Cosmos, trastornándose así… y excusen mi pedantería por subrayar lo obvio… la Cosmogonía y la Cosmovisión del Mundo.
–Por lo que… –lo conminó a proseguir el Alcalde, cuyo rostro ya denotaba preocupación.
–Eso, que el astro diurno viene en franca bajada e ineludiblemente impactará a nuestro pueblo.
–¿Impacto? –preguntó el Jardinero.
–¡Nada de pánico, nada de pánico! ¡Impediremos la colisión! –exclamó el Alcalde correteando de un lado para otro, con peligro de caerse de la azotea.
–No sea tonto, Alcalde –dijo el Astrónomo–. El asunto no es tan… ¡estese quieto, por favor!... simple como pudiera parecerle a vuelo de pájaro. Nuestro nivel tecnológico actual apesta. Ni siquiera empleando al unísono los ventiladores de cien pueblos como Wallaba, conseguiríamos desviar de su curso a lo que, desde ya, pueden llamar “meteoroide”. Debemos prepararnos para enfrentar lo inevitable –sentenció tajante.
–¿Es usted loco o suicida? –gritó el Alcalde–. Con las dimensiones de esa cosa…
–¡Ajajá!, he ahí el pollo del arroz con pollo. Ha sido usted víctima de una ilusión óptica harto documentada por mí: “La paradoja de la esfinge”. No me detendré a explicársela en detalle por lo enrevesado del principio físico que la sustenta. Baste señalar que fue empleada con habilidad por el Poeta en una obra que hizo época y que usted debería leer. Si extrapolara adecuadamente su moraleja, obtendría que “esa cosa” no es mayor que, digamos… su rancho de descanso en Wiquiki…,
–¿Tiene usted un rancho en Wiquiki? –inquirió el Jardinero.
–…el pueblo del hemisferio sur –prosiguió el Astrónomo, aprovechando que el Alcalde se había hecho el desentendido–. Aunque, aún así, las secuelas del impacto serán terribles, no lo duden. El estudio de excavaciones recientes apunta a que un evento similar aniquiló a los Risosaurios hace cientos de años. El mes pasado el Paleontólogo hizo públicas las pruebas que avalan esta hipótesis. En la sala de su casa, ha puesto en exhibición el esqueleto de un Ri-Tex con evidencias de un fuerte golpe en el cráneo. El chichón debió ser mortal.
–¿Impacto? –reformuló su inquietud el Jardinero, que no acababa de hacerse a la idea.
–En cualquier caso, ¿cuándo ocurrirá lo que ha de ocurrir? –preguntó el Alcalde.
–¡Oh!, dentro de unos años. ¿Muchos?, ¿pocos?; no lo sé. Por desgracia he perdido la noción de la cercanía del meteoroide. Como podrán apreciar –dijo, y unió las puntas del índice y del pulgar de su mano izquierda para constituir un círculo–, mi circunferómetro se ha vuelto inservible. La intensidad del fenómeno ha superado la escala máxima del aparato –agregó, y lo colocó a una cuarta de su ojo derecho, haciendo coincidir el centro del círculo interior formado por sus dedos con el centro del jaspeado disco naranja que ya se adueñaba de la mitad del firmamento–. Sin duda, inoperante –concluyó, y separó los dedos.
Tenía razón el Astrónomo: si el Jardinero y el Alcalde hubieran mirado a través del circunferómetro, habrían constatado que el diámetro aparente del astro diurno excedía con creces el del interior del aparato; incluso, a pesar de que se colocara este directamente sobre el ojo –lo cual habría sido una barbaridad ya que no era así como funcionaba.
–¿Impacto? ¡Ay, Dios mío! ¿Y qué pasará con mis rosas? –preguntó el Jardinero, que por fin…
–Tranquilos, tranquilos. Ya les dije que el “día D” no es hoy por la tarde. Tenemos tiempo para implementar medidas adecuadas que minimicen los efectos nocivos de la colisión.
–Estos efectos serían… –lo animó el Alcalde.
–¿Y qué pasará con mis…?
–Sus rosas, por ejemplo –atajó el Astrónomo, y sus dientes asomaron en una mueca de satisfacción anticipada–, se verán sometidas a un viento infernal proveniente de la atmósfera sobrecalentada que seguro las marchitará, si no las protege con, digamos… unas sábanas húmedas…
–¿Sába…?
–¡Sábanas, colchas de trapear, camisas viejas!, ¿qué más le da? –farfulló el anciano–. De caer, según preveo, en la piscina de su villa –prosiguió más calmado, dirigiéndose al Alcalde–, el gigantesco tsunami pudiera arrastrar consigo a dos o tres desprevenidos, además de anegar las rosas previamente achicharradas de mi estimado Jardinero, ya que su casa está emplazada a sólo siete pasos de allí.
–Nuestro mundo llegará a su fin tal como lo conocemos –convinieron descorazonados los aludidos.
–Lo dicho: Cosmogonía, Cosmovisión… ¿Pero, y ustedes de qué se quejan? Peor me las apañaré yo. La desintegración del meteoroide generará una nube de polvo tal que, en el transcurso de una semana, me será imposible divisar el hermoso cuerpo opacoide redondiche azulenco que, en las noches despejadas, aparece por allá arriba. A menos que me trepe en aquel baobab o en algo más elevado, claro.
Ahora era el Alcalde quien se mostraba reticente a los incontestables argumentos del científico:
–¿Por qué demonios mi piscina?, pregunto, y añado: ¿cuán seguro está de sus predicciones? Quizá el bólido siga de largo o… ¡o mejor!, tal vez se precipite sobre los sangrones de Wiquiki, a ver si así no se les bajan… ¡caramba!, no sé de qué otra manera decirlo… no se les bajan los humos a la cabeza cuando nos apabullan en la Feria del Gambusino Encebado, y comprenden que a todos nos toca perder un día.
–En primer lugar, querido: me ofende cuando insinúa que hago predicciones, pues no trata usted con el Astrólogo. Sepa que no preciso de mi longimensor –aquí el Astrónomo se sacó de la nariz el dedo del medio y lo paseó con suficiencia frente al rostro del Alcalde– para saber que el margen de error en mis cálculos no excede los cinco pasos. Así que sí, su piscina; que no seremos los de Wallaba los que contemplemos una inofensiva lluvia de aerolitos muchimorfos. En segundo lugar: ¿quién, aquí presente, me otorgó el premio en la Convención de Física cuando, aplicando la lógica más pura, hice añicos la ponencia de la Lechera?
–Pues… si negara que fui yo, mentiría –concedió el Alcalde.
–¡Sí sí sí, de eso me acuerdo! –terció el Jardinero, y sus pestañas rubias vibraron de entusiasmo–. Usted le demostró a esa… a esa ¡farsante agualeches! que era un desaguisado argüir –el Astrónomo desencajó las mandíbulas– que su infundada “gravedad” sería capaz de torcer la trayectoria de un haz de luz, porque entonces nada impediría que este hiciera un recorrido circular. ¿Qué me mira? Créalo o no, soy el más ferviente admirador de sus Teorías Específica y Totalizadora de la Absoluvitili… diti... ¿dididad?
–Absolutividad –lo sacó del apuro el anciano–. Y relájese, joven, que lo noto alteradito. Yo no expresé que era “un desaguisado argüir”, dije fuerte y claro que era “una mierda suponer”, que aunque parece lo mismo…
–Admito –interrumpió el Alcalde– que la consistencia de sus TETAs hizo llorar de rabia a la Lechera; y bueno, su contrarréplica del observador hipotético que mira hacia delante y se ve el fondillo, sencillamente levantó al público de sus asientos y le arrancó una ovación.
–Ergo, basta de cháchara; confíen en mí una vez más. De hecho le aconsejo, mi respetado Alcalde, que desde ya elabore un inventario con lo imprescindible para evitar males mayores. Nunca el dinero del contribuyente será mejor empleado.
–Vale –suspiró persuadido el Alcalde, extrajo un bloc de un bolsillo de su traje y escribió–:
Para lo del meteoroide:
- Cuatro vigas metálicas.
- Trescientas cuartas cuadradas en planchas de fibrocemento.
- Dos cajas de tornillos.
- Un destornillador para… ¡caramba!... para atornillar los tornillos.
Objeto de obra: Techo para la piscina (la de Wallaba; la de Wiquiki está segura).
Ejecutante(s): Designados. El Sepulturero y designados.
–¿Quizá dos sábanas? –sugirió tímido el Jardinero.
–Una escalera grande –pidió el Astrónomo–, de las de tijera.
–“De las de tijera” –registró el Alcalde.
Y así, confeccionaron un listado que abarcó casi una hoja ya que, hay que reconocerlo, consultaron a todos los habitantes del pueblo: al Sepulturero, al Paleontólogo, a la Lechera, al Vendedor de Periódicos, a la Bibliotecaria, al Poeta… Con decir que hasta el Astrólogo, líder y militante en solitario de la supersecreta “Hermandad de Adoradores de Lo de la Mancha Roja”, se agenció un par de bengalas y un triquitraque para celebrar Su Advenimiento.
Porque de que se venía, se venía: años después, Júpiter se estrelló contra el fragmento W del cometa Shoemaker-Levy, con las consecuencias previstas por el sabio Astrónomo… y algunas más.
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...(...) "y porque era el alma mía, alma de las mariposas" R.D.