EL GUERRERO QUE FUE SOLDADO
El hombre se acercó a la cocina y ordenó una nueva jarra de cerveza. Tomó el pedido, esquivó la desconfiada mirada del posadero y regresó a la mesa maltrecha que compartía junto a cuatro enanos.
—Ésta va por mi cuenta —les informó, mientras contemplaba los recios rostros barbados.
Llenó los cinco tazones de latón y bebió a la salud de sus acompañantes. Los enanos hicieron lo propio, sin perder de vista los movimientos del curioso extranjero.
—¿Y bien? —preguntó éste.
—No lo haremos —contestó el más viejo de los enanos.
—No tiene sentido —corroboraron los otros tres.
—Tal vez en otra ocasión —sentenció el primero.
El hombre terminó la bebida de un trago y se limpió la espuma de la boca. Depositó dos monedas de cobre sobre la mesa, se puso de pie y se colocó el morral en bandolera.
—Es una lástima —dijo con una pizca de decepción—. Me hubiesen resultado de gran ayuda, pero creo que puedo arreglármelas solo.
—Te has dado un buen golpe en la cabeza o tan sólo eres un demente —dijo el viejo enano, mesándose la larga barba —. No puedes llegar a estas tierras y pretender enfrentar a esa Calamidad así como tal cosa.
—Y buscar nuestra ayuda cuando no hay oro o joyas de por medio —acotó su compañero.
—No tiene sentido —repitió un tercero, y los cuatro negaron con la cabeza.
El hombre sonrió, les dedicó un saludo con la cabeza y se dirigió hacia la puerta de la taberna. Una docena de rostros desconocidos, de todos los tipos y formas, lo acompañaron con la mirada bajo la tenue luz de las antorchas.
Salió de la estancia, entrecerró los ojos frente a la tormenta de luz radiante y le permitió al sol entretenerse con sus facciones. Inhaló profundo repetidas veces, como para despejar los pulmones del aire viciado de humo de pipa que había respirado durante horas... ¿Días tal vez?
Un caballo pardo lo aguardaba paciente junto a la puerta. Le palmeó el cuello y tomó las armas que descansaban contra el tullido muro de roca.
El hombre, el guerrero llegado de tierras extranjeras, abandonó la pequeña villa al paso. Una vez vadeado el arroyo cabalgó veloz como el relámpago con rumbo Norte, hacia la pequeña hilera de montañas recortadas en el horizonte como las garras de un gigante que emergía de los abismos.
Hacía frío. Lo sabía por los abrigos de piel que llevaban los parroquianos de la taberna. Aunque él no lo sentía.
El viento rugía contra su cuerpo, le hacía flamear los largos cabellos ondulados y lagrimear los ojos, a medida que las montañas se elevaban más y más hacia el firmamento.
Llegó momentos antes del ocaso. Se despidió del caballo y asió con fuerza el escudo y la espada. Improvisó una antorcha con un tronco seco y entonces se dedicó al ascenso de la elevación rocosa. El cielo, teñido de un violeta pálido, abandonaba al Rey Dorado para agasajar con su tapiz de estrellas a la Dama Plateada.
La noche envolvió al guerrero y arrastró tras ella su peculiar sinfonía: grillos, murciélagos, búhos, y otras interesantes criaturas que unían sus acordes para espantar al indómito silencio. Abajo quedaron perfumados bosques, montes y quebradas, arroyos de aguas claras y pantanos traicioneros. El guerrero alcanzó las nubes y dio por fin con la entrada de la caverna.
Avanzó con paso decidido, manteniendo la antorcha casi extinta frente a él. Recorrió largos y oscuros túneles, y no le sorprendió hallar huesos roídos y armaduras oxidadas esparcidas por el suelo, que yacían olvidadas y herrumbradas por el paso de siglos y milenios.
El tiempo hacía lo suyo, pero no tenía ningún poder sobre el guerrero.
Al final, la antorcha terminó por apagarse. Pero ya no la necesitaba, pues más adelante, como un faro de las profundidades, brillaba un resplandor rojizo.
Lo siguió hasta su origen, entonces descubrió lo que parecía ser el corazón de la montaña. Había un horrendo precipicio. Y allí al fondo corría la lava, espesa y ardiente, mientras devoraba fragmentos de roca a su paso. El calor debía ser insoportable, se apreciaba en el aire distorsionado que danzaba frente a los ojos como un sinuoso fantasma. Sin embargo, el guerrero no lo sentía.
Un extenso puente de piedra cruzaba los abismos para acabar sobre una plataforma. Una plataforma que había sido elegida y destinada como cubil.
—Ha llegado uno más —gruñó una voz de trueno, que reverberó a lo largo y a lo ancho de la caverna.
—Así es —afirmó el guerrero decidido. Y con una sonrisa se encaminó hacia el dragón.
Corrió por el puente con el corazón desbocado. Ahora sentía miedo pero a la vez felicidad, deseaba con toda el alma enfrentar a la cruel (y hermosa) criatura. Para eso había nacido y no podía hacer más que disfrutarlo.
El dragón desplegó las alas y lo esperó con las garras abiertas. Majestuoso. Terrible. La magia del fuego materializada en tangible bestia.
El guerrero se lanzó de un salto contra el monstruo e intentó penetrar la carne escamosa con su espada. No lo logró, pero su valor quedó bien demostrado.
La bestia le escupió una llamarada directa hacia su cabeza. El hombre elevó el escudo de oro y, mientras se protegía del fuego, intentó una estocada sobre las patas traseras. Esta vez acertó, y de la herida manó un chorro de sangre negra. El dragón bramó de furia y dolor, entonces descargó la musculosa cola contra el torso del enemigo.
Cayó contra el muro de la caverna y lo invadió la oscuridad. No sentía miedo ni dolor, aún asía la espada con firmeza y el corazón le saltaba de alegría.
En instantes se erguiría y continuaría el heroico combate. Pero...
Sintió un golpe en las costillas. Algo extraño ocurría. ¿El dragón lo había golpeado? No, no de esa forma. Y la oscuridad no se retiraba.
Otro golpe, más fuerte esta vez. Y entonces...
¡ARRIBA SOLDADO! ¡EN PIE DE UNA VEZ!
Se alejaba. No sabía adónde ni por qué, pero con certeza se alejaba del cubil del dragón, y con él la oscuridad.
Abrió los ojos poco a poco. Otro golpe en las costillas. Gritos. Estruendos y explosiones. El suelo temblaba. Más lejanos, lamentos y alaridos de dolor que ponían los pelos de punta.
Se incorporó aún mareado. Frente a él, un hombre enfundado en verde oliva, que ostentaba tres medallas sobre el pecho, le dedicó una mirada furiosa y le colocó un arma en las manos.
—¡Despierta, maldición! —le gritó—. ¡Nos atacan! ¡Dispara al enemigo!
El soldado que fue guerrero se refregó los ojos y se palpó la cabeza. Estaba rasurada, su larga cabellera se había esfumado, al igual que la tupida barba castaña. Alguien se arrimó y, con el rostro contraído por la desesperanza, le ofreció un casco; tan verde como el uniforme del general, y como el suyo propio.
Frío. Sudor. La garganta seca. Cosquilleo en los pies y en las palmas de las manos. Temor absoluto. Tristeza infinita. Ahora todo lo sentía, lo palpaba, lo absorbía.
Giró la cabeza y contempló la siniestra trinchera donde se encontraba. Una explosión le arrojó fragmentos de tierra, piedras y astillas. Alguien aulló de dolor por una pierna amputada.
Los aviones rugían sobre su cabeza y los helicópteros vomitaban desalmados misiles en los alrededores.
Devastación absoluta.
¡Fuego! ¡Fuego al enemigo!...
Tomó el arma y disparó sin apuntarle a nada. Disparó con el solo propósito de contentar al superior. Disparó y continuó disparando.
Y mientras el estruendo de los disparos le destrozaba lenta y progresivamente los oídos, el soldado que fue guerrero se atrevió a mirar el cielo y rogó a los dioses que le permitiesen volver a dormir (o incluso morir), para ser una vez más (o para siempre) el guerrero que fue soldado.
Vaya por delante que es un buen relato; ahora bien el giro y la cohesión entre las dos partes no me convence. Es cierto, eso sí, que era necesaria una sorpresa. La dragonada se desarrollaba bien, pero hacía falta un giro que le diera chispa al relato. Simplemente me temo que a mí el giro que has elegido me ha dejado frío, pero ya se sabe que para gustos los colores.
En cualquier caso la ejecución está bien y eso le hace ganar enteros ¡Suerte!
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