La motivación
Lo primero para saber cómo encarar el diseño de un juego es saber por qué se emprende el proyecto
Es posible que esto parezca por un lado una perogrullada y, por otro, algo accesorio, pero creo firmemente que no lo es. De hecho, experiencias pasadas me indican que algunos proyectos se vuelven faraónicos sin motivo, pierden el norte o no llegan a buen puerto simple y llanamente porque quien los abordó —generalmente yo mismo— no tenía muy claro por qué lo hacía.
Personalmente, creo que hay varias motivaciones globales para emprender en un sarao así:
1. Ampliar horizontes: Hay juegos que, por C o por B, dejan con la impresión de no haber cubierto todas las posibilidades. El ejemplo más evidente son los juegos de rol, para los cuales se escriben aventuras con frecuencia, así como, en muchos casos, ayudas de juego para profundizar en casos concretos —es evidente que ningún manual puede cubrir todas las situaciones que se pueden dar en una partida—. Pasa parecido con los wargames, para los que se diseñan nuevas unidades o escenarios. Hay juegos, como el HeroQuest con su mapa en blanco o el Battletech con su sistema de creación de mechs, que, de hecho, lo fomentan.
Cuando se aborda una ampliación la clave está en respetar la mecánica y la escala del original, por tentador que resulte lo contrario. El aporte debe de resultar armónico con lo anterior, de tal forma que no desvirtúe la experiencia de juego o dé la impresión de ser un añadido poco sólido, artificioso. Por defecto, es mejor ceñirse a lo mínimo necesario; si la cosa termina yéndose mucho, es muy posible que sea porque, en realidad, queremos hacer un juego paralelo o inspirado en, y tengamos que optar por repartir de cero para no quedarnos en un incómodo limbo entre el plagio, la adulteración y la infidelidad.
2. Enmendar la plana: A todos los jugadores nos ha pasado alguna vez que no nos termina de convencer alguna regla, algún elemento —monstruo, mapa, lo que sea—, alguna mecánica de algún juego que, por estética, nostalgia o renombre, sí que nos atrae. Incluso juegos tan compactos como el Risk parecen condenados a tener al menos un par de reglas caseras por hogar.
En principio, no tiene nada de malo aventurarse en estos experimentos y los resultados pueden ser tan buenos que se acaben olvidando las reglas originales —para estupor de jugadores ajenos al círculo interno, cuando hay interferencias—. El que no haya intentado nunca hacer su propio ajedrez que tire la primera piedra. No obstante, sí que es importante no perder de vista la máxima ingenieril si funciona, no lo toques. Aunque mitos como El Imperio Cobra parezcan desmentirlo, suele haber buenos profesionales detrás de los juegos comerciales. En ocasiones, merece la pena releer las reglas, refrescar la memoria. Igual no es que no funcionasen, sino que no las habíamos entendido bien.
3. Crear algo nuevo: Puede que tengas unas miniaturas muy chulas con la que quieres pasar más tiempo que el dedicado a pintarlas, o que quieras dar una sorpresa a algún colega o a alguien de la familia por su cumpleaños, o que —qué demonios— te apetezca explorar las posibilidades infinitas de la imaginación desde otro ángulo. Al principio, puede dar bastante vértigo pensar que vas a crear tu juego, pero no hay que olvidar que esto lo hemos hecho desde que tenemos uso de razón: todos los niños crean sus propios juegos hasta que van descubriendo los de los demás. E incluso entonces los mezclan con sus aportes de un modo instintivo y enriquecedor.
La única diferencia es que un juego funcional va a tener que listar unas reglas que puedan entenderse fuera de la cabeza del diseñador. Esto puede ser algo frustrante al principio —cómo no se dan cuenta de la genialidad que tengo entre manos—, pero es cuestión de práctica, como todo en la vida. Sí que merece la pena no perder de vista dos cosas: por muy originales que nos sintamos, es muy posible que alguien lo haya hecho ya antes; y las mecánicas de juego tienen sus secretos lógicos —estadísticos, visuales, matemáticos, etc.— que hacen que funcionen —o no—. Dos cosas que son, además, dos buenos motivos para descubrir el máximo posible de juegos.
Si para ser un buen escritor hay que leer mucho, muchísimo, para poder diseñar juegos jugables —valga la redundancia— hay que descubrir muchos juegos, y hacerlo en profundidad; lo que se llaman vulgarmente “horas de vuelo”. La buena noticia es que es francamente divertido.
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