Dos palmos de hierro
Un relato de Patapalo ambientado en Megazoria
Molbeinn sacudió la cabeza. Eran apenas un puñado de escandinavos en Eochaill, ni siquiera los suficientes para llenar un drakkar, y aun así había necios a los que molestaba que una mujer aprendiera a utilizar una espada. «Te sobran dos palmos de hierro», había dicho aquel adolescente, y ahora su hija miraba perpleja la hoja, pues esta tenía, precisamente, esa longitud. ¿Cómo podía sobrarle nada?
El viejo Molbeinn era como una morsa varada: en un primer vistazo, su aspecto abotargado y ajado podía mover a risa y, sin embargo, era capaz de destrozar a un hombre de un mordisco. Desde que su mujer había muerto al dar a luz a aquella misma niña, su primogénita, se había visto obligado a permanecer en la orilla, contemplando cómo sus compañeros partían de vikingos en busca de nuevas aventuras. No había querido casarse de nuevo, y no por falta de oportunidades ventajosas, pero ninguna otra mujer había hecho vibrar su corazón como Moeid. Había preferido permanecer con la niña, darle el nombre de su madre, enseñarle a manejar una espada, soñar que algo de su indómita esposa, que había aceptado con entusiasmo seguirlo al oeste, corría por las venas de aquella chiquilla. Ahora la veía paralizada, aturdida, y se preguntaba si no era un sueño vano.
Aunque los años de calma en Eochaill se habían sucedido durante una generación entera, Molbeinn todavía recordaba cuántas cabezas se había llevado el rey Niall, colgadas por las trenzas de su lanza y de su carro de guerra, cuando había decidido que lo mejor era mandarlos de vuelta al mar. Entonces no hubo un solo guerrero al que le pareciera mal que su mujer empuñase un arma. Ni sus hijos, ni sus viejos. Mientras estuvieran en Connach, era mejor andarse con pies de plomo. Esa era una lección que había aprendido muy bien, que le habían grabado a lo largo de siete pulgadas, en el costado, con una lanza de hierro crudo. Una lección que le iba a salvar el pellejo a aquel imberbe descarado. Después de todo, imbécil o no, quizás tuvieran que recurrir a su brazo un día.
—¿Quién te está dando la lección, Moeid? —gruñó sin alzar la voz ni moverse de la roca que le servía de asiento, molesto con la indecisión de la chiquilla—. ¿Ese niñato desgarbado o yo?
El adolescente reparó por primera vez en el viejo guerrero. Bendita juventud que nos permite ver solo lo que nos interesa...
—Tú, padre —replicó Moeid mientras el muchacho escupía y se alejaba con más humos que ganas de tener una auténtica disputa con la vieja morsa.
—Entonces —la aleccionó Molbeinn—, deja de distraerte y presta atención a tu espada. Es de ella de quien te tienes que preocupar. De nada más.
Por toda respuesta, Moeid asintió, y durante los años siguientes hizo precisamente eso: preocuparse de su espada y de nada más. Así, poco a poco, las lecciones de su padre fueron endureciendo sus brazos, fortaleciendo sus piernas, agudizando su ingenio, tensando sus reflejos, hasta que un día, cuando entró en la taberna para rescatarlo de su pasión por la hidromiel, la espada corta con la que había empezado su entrenamiento era ya una hermosa hoja de doble filo heredada de un aventurero nortomano que ya no volvería a empuñarla.
Ese mismo día, como un reflejo caprichoso del pasado, el adolescente que se había burlado de ella, ya convertido en un joven vikingo, estaba bravuconeando y bebiendo cerveza con sus compañeros de aventuras en esa misma taberna, y en cuando entró Moeid, a pesar de que entonces ya contaba doce inviernos y su cuerpo se había estirado y su rostro se había afilado, la reconoció de inmediato. Quizás fue por el brillo de sus ojos, quizás por esas cadenas que dicen tiende el destino entre los que están abocados a ser enemigos. Poco importa. Al igual que años atrás, el joven no supo ni quiso contener su lengua.
—¿Aún sigues jugando a los guerreros? —le espetó para sorpresa de los otros vikingos, que no habían reparado en la flacucha niña ni les había suscitado el más mínimo interés—. Deberías preocuparte más por complacernos que por imitarnos. Igual así conseguías un buen marido.
Por un momento, Moeid se sintió tan perpleja como años atrás. Molbeinn le había enseñado los secretos del combate y le había llenado la cabeza con sus recuerdos de expediciones, saqueos y aventuras, pero nunca había mencionado nada sobre la atracción que sienten hombres y mujeres, y tampoco ella se había interesado nunca por el tema.
—No es ningún juego —terminó por replicarle—. Mi espada es tan buena como cualquiera de las vuestras —fanfarroneó alzándola por la vaina y desenvainando un par de dedos con la otra mano para que pudieran vislumbrar el filo que con tanto esmero afilaba cada día.
—Es tan juguete como los martillos del hijo del herrero o como las barquichuelas que botan los críos en las playas... por mucho que floten —se burló una vez más, con los ojos brillantes. Sería la última vez que lo hiciera.
Moeid no era una morsa varada ni había aprendido ninguna lección sobre la prudencia. Era una niña a la que habían enseñado a usar una espada y que tenía mucha rabia dentro, toda la rabia que la ausencia de una madre muerta y de un padre borracho pueden dejar. Y, en ese instante, lo único que sentía era la adrenalina crepitando en brazos y piernas en respuesta a un desafío. Con un movimiento rápido, terminó de desenvainar y, con ese mismo gesto, marcó el rostro del joven vikingo. Si hubiera avanzado un paso más, le hubiera arrancado la nariz de cuajo.
Furioso como un rinoceronte lanudo en celo, el muchacho se puso en pie con la mano en la empuñadura de su espada. Nadie puede decir cuáles eran sus auténticas intenciones. ¿Hubiera sido capaz de herir a la niña? ¿Se hubiera limitado a desarmarla? No hubo tiempo de descubrirlo: todo acabó con rapidez, con una banalidad tosca, una cruda lección sobre la vulgaridad de la muerte. Moeid sintió la calidez de la sangre en su rostro antes de entender por completo qué había ocurrido. Le había hundido la espada hasta la empuñadura. Podía notar sus tripas palpitando contra su puño cerrado, notar la rigidez de su adversario. Y cuando vio cómo el filo sobresalía por su espalda, no pudo reprimir una sonrisa. Pegada a su cuello, de puntillas, le susurró:
—Tenías razón: me sobran dos palmos de hierro.
Luego, se apartó de su lado y el muchacho cayó al suelo, destripado como un cerdo.
Moeid tuvo que embarcarse ese mismo día con su padre, quien al final no tenía tantas ganas de seguir viajando hacia el oeste pero que igualmente tuvo que hacerlo. En Eochaill, nadie ha olvidado las lecciones de combate que le dio a su hija. Ahora suscitan todavía más murmuraciones.
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