The Clink Prison, turismo entre mazmorras
Breve artículo sobre este peculiar museo de los horrores
No muy lejos del London Bridge, casi a orillas del Támesis, en una inesperada callejuela que desemboca en un bajel pirata en dique seco en el que se desarrollan espectáculos para niños justo después de pasar al lado de las ruinas del palacio de Winchester, se encuentra la sugerente entrada al Clink Museum. A pesar de las pintas que tiene, con su angosta escalinata que desciende hasta el subsuelo, con su reja metálica y su colgado de opereta, no se trata de una atracción de feria —aunque tampoco diste mucho de serlo—, sino un museo dedicado a una de las más antiguas prisiones de Inglaterra.
En concreto, la actividad de la Clink Prison se mantuvo, a excepción de algunos periodos de inactividad, revueltas y reformas, entre 1144 y 1780. Sus muros albergaron prostitutas, morosos, herejes, algún preso político y, por supuesto, ratas. De dimensiones reducidas, mal iluminada y peor ventilada, es un horror aún a día de hoy y tuvo que ser peor aún en el pasado. Sin duda, visitarla es el mejor modo de sumergirse en lo que fue una mazmorra en tiempos menos civilizados, algo que constituye su punto fuerte y, claro, su punto débil.
Aunque por algún extraño motivo a responsables de la Clink se le ha ocurrido atraer al público infantil con reclamos lúdicos y promesas de juegos e investigaciones, por el contrario no han pensado rebajar al mismo nivel el grado de horror de las instalaciones. Las esculturas de cera que representan a viejas harapientas, putas desahuciadas y herejes en proceso de purificación oscilan entre lo espeluznante y lo gore. En los decorados, incluido un ulterior sótano que por lo visto se inundaba con las crecidas del Támesis —y que se conserva inundado, con cadáver, de cera, a juego—, se palpa la insalubridad hasta tal punto que resultan agobiantes, sensación que no viene atenuada por la mala ventilación: a pesar de los ventiladores instalados en cada habitáculo, el aire no circula por espacios tan reducidos y laberínticos.
Desde luego, el impacto que generan las reproducciones de los presos, el mobiliario, las cadenas, los instrumentos de tortura —con los que se puede enredar— y demás parafernalia es total, aunque no muy indicado para niños pequeños, para los cuales los acertijos y las curiosidades tampoco resultan tan atrayentes. Como cierre, el juego prometido: un sarcófago con agujeros en los laterales por los que introducir las manos a ciegas y palpar huesos, ratas o cosas peores.
En definitiva, el Clink Museum ofrece una alternativa de ocio truculento no apto para todos los públicos y sensibilidades. La entrada, además, no es barata en comparación con otras alternativas. Eso sí, la historia del lugar es fascinante. Para gustos.
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