Los cómics y la eternidad
Disertación peregrina sobre la extraña relación entre los cómics y el paso del tiempo, especialmente en el aspecto de fidelidad
Quizá porque uno se inicia en la lectura de los cómics en la tierna infancia, la relación con ellos siempre está marcada por cosas peculiares que casi se podrían llamar mitos o supersticiones. Esto es más cierto todavía cuando tratan la cuestión temporal.
Cuando uno es pequeño, tiene una concepción del tiempo totalmente distinta a la que se desarrolla en la vida adulta. Un curso escolar parece una vida, las vacaciones son interminables (y si no, acordémonos de la sorpresa que nos aguardaba cada septiembre cuando aparecía aquella aterradora campaña de la vuelta al cole) y la confusión general es tal que a veces se piensa en los Reyes Magos cuando todavía se está en la playa en agosto.
Así, no es extraño que, en un primer arrebato, uno piense que un cómic es una lectura rápidamente perecedera. Y lo curioso es que, cuando uno le da vueltas, se da cuenta de que es totalmente falso.
Un cómic se lee muy rápido; o al menos en muchas ocasiones se lee muy rápido, ya que en otras nos regodeamos página a página y, aunque luego nos sepa a poco, lo cierto es que pasamos un buen rato –en ambos sentidos, de largo y de bueno-. De todas formas, estadísticamente podríamos decir que una historieta se lee más rápido que, por ejemplo, una novela.
En los periódicos, por seguir con los ejemplos, la tira cómica se lee más deprisa que cualquier otra sección –y antes-, aunque bien es cierto que a veces se cuenta como tiempo de lectura el que se pasa mirando a las avutardas, con la mente vagando por otras dimensiones, mientras se finge dar cuenta de ese denso artículo X. Y éste ya es un punto positivo para el cómic: que, efectivamente, se lee.
Otro argumento sería que los cómics se leen más de una vez, lo que es muy cierto –de nuevo, estadísticamente hablando-. Pero no es ahí, curiosamente, donde me he dado cuenta de que los cómics son una ventana abierta a la eternidad.
Sí, a la eternidad. Esa cosa reservada al arte y que puede resultar extraña en este género primo hermano de la pintura y la literatura que nadie sabe muy bien dónde poner. Pero tranquilos, que los tiros tampoco van por aquí; ése es un debate que daría para otro artículo si las ganas acompañasen.
A la eternidad, sí, pero por una ventana que nadie se le ha ocurrido –o eso quiero creer para que esta disertación revista cierta originalidad-. Tachán, tachán, conejo y chistera: los personajes.
Nadie me puede negar –espero- que son precisamente los personajes de cómic los que mejor sobreviven al paso del tiempo.
¿Acaso hay alguien que no sabe quién es Tintin? ¿O Lucky Lucke? –dejando de lado los divertidos problemas de pronunciación cuando uno quiere compartir estos saberes populares estando de Erasmus-. ¿Acaso alguien no ha oído hablar del Capitán Trueno? ¿O desconoce que Crispín Klander se inspiró en otro inevitable personaje de sus páginas? Seguro que más de uno conoció a Corto Maltés o al Inspector Dan antes de leerlos en su medio original: las páginas de una historieta.
Sin embargo, esta relación extraña con el paso del tiempo va más allá de su simple anclaje en la memoria colectiva, y tiene una vertiente que es la que más me fascina: la incombustibilidad.
Como ocurre con las series de televisión en relación con el cine, uno suele cansarse antes –bendita estadística de nuevo- con los personajes que repiten largometraje que con los que aparecen en la pequeña pantalla. Pensad sino en la cantidad de horas de Equipo A que nos hemos ventilado y lo hastiados que quedamos tras dos misiones imposibles (aunque la calidad de ambas filmaciones no presente tantas diferencias).
Con los cómics y las novelas podríamos establecer un paralelismo similar. En las segundas uno repite de personaje en raras ocasiones (el caballero Alatriste, Sherlock Holmes…), y en los primeros parece que si se pierde una página, por anodina que sea, realmente se esté perdiendo algo.
Claro que hay excepciones, y no todas las historietas son del mismo palo, pero todavía me sorprendo al ver las pilas de tebeos de Conan el Bárbaro que tengo –y el deseo inagotable de seguir adquiriendo nuevos, aunque rara vez hayan traído algo que no sea la escabechina de rigor con monstruo final- y el poco caso que hago a las novelas del mismo personaje ¡y su creador original!
¿Se podría creer, con la mano en el corazón, que los guionistas de estos tebeos han sublimado al bárbaro calzado de sandalias hasta el punto de superar al maestro Howard? Creo que no. ¿Cuál es el motivo pues?
La verdad es que no lo sé a ciencia cierta, y viendo la variopinta variedad de personajes que han ido captando mi atención a lo largo del tiempo –y que siguen captándola-, creo que estoy lejos de la solución. El castigador, Asterix, Superlópez, Juzge Dredd, Rom, los Micronautas, Leo Verdura, El Príncipe Valiente, Conan, Hellboy, el teniente Blueberry… no, demonios, no tengo ni idea.
Puede que sea el propio formato del cómic que invita a volver una y otra vez a sus páginas, a indagar en las vidas de esos personajes que ves reflejados al otro lado de la viñeta. Puede que se deba a que al verse tan claramente su aspecto, al ponerse tan de manifiesto su mímica, se vuelvan más cercanos, más reales, y por ello compañeros de viaje más estables, más tangibles, menos vulnerables a ese olvido que va sepultando todo. Así, cuando los volvemos a encontrar, no sentimos impaciencia, sino una especie de sensación de reencuentro con un viejo amigo.
En el fondo supongo que dará igual y que tendrá más que ver con las impresiones –y traumas- de infancia, pero bueno. Seguiremos disfrutando de la magia de las páginas ilustradas sin dar demasiadas vueltas al tema. Si ésta te rodea, a nadie le importa mucho averiguar de dónde viene.
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