Pero… ¡Candela!

Imagen de Manuel Fernando Estévez Goytre

Un relato de Manuel Fernando Estévez Goytre

 

No lo entiendo, Candela. Como decía Santa Teresa, vivo sin vivir en mí. ¿Por qué mi padre ha de tratarme así, tan… a su manera, cuando lo lógico sería que me tuviera un cariño especial, se preocupase por mí tanto como por el resto de sus hijos y mirara por mi futuro a largo plazo, me ayudara en los estudios que acabo de aparcar en la sombra y no me abandonase en el profundo pozo de los antidepresivos y ansiolíticos? Temo levantarme por la mañana y, ¡qué tortura!, encontrarlo en la cocina desayunando con su horrible pijama arrugado o en el salón leyendo el periódico con sus gafas de culo de vaso, evaporándose en quejidos innecesarios y ese amago de victimismo, de amargura, como si fuese la única persona que ha conocido el sufrimiento. Temo que se dirija a mí y me sitúe en el patíbulo, en el sillón de los acusados, con esa mirada punzante e irreal que sólo él sabe poner, y me inyecte la dosis de desesperación e incertidumbre que falta para acabar de despuntar mis nervios oxidados. ¿Acaso no me comprende?, ¿por qué no se interesa por mis emociones, mis inquietudes, mi forma de pasar el tiempo? Siempre lo había visto como a un ser superior. Lo había idealizado. Sin embargo, de un tiempo a esta parte he notado cierto resquemor en él. Perdón…, ¿he dicho cierto?, ¡no, qué va!, ¡resquemor en exceso!, ¡para dar y regalar!, y una falta de consideración, cuando no de afectividad, que prende fuego a los efluvios que emanan de mi alma agónica cada vez que decide acercarse a mí con esa petulancia pegajosa robada a sus ancestros que me hace sentir culpable de algo que no he hecho y provoca un daño irreparable en mi conciencia. Su voluntad para ponerse en la situación de los demás es nula. Especialmente en la mía. Sí, puedo comprender su renuencia a observar con buenos ojos mi modo de actuar, de ser, de pensar…, claro, que hay una diferencia generacional más que notable, pero de ahí a creer, ¡alabado sea Dios!, que mi enfermedad mental, si es que la padezco, sea, como él quiere hacerme creer, incurable e incontrolable, más que eso, progresiva e irreversible, hay un largo trecho. ¡Todo un abismo!

Pero, amor, eso no es lo peor. El mayor de los problemas es que ya no es sólo él. Mi madre, incluso mis propios hermanos, hasta Nicanor, el pequeño de todos, se han confabulado en una gran piña para tirar por tierra mis principios básicos, reírse de mí, engañarme y gastarme bromas pesadas que tengo que soportar si no quiero deslizarme por el tobogán de los sinsabores, sinsentidos y despropósitos. Me consideran un loco de la vida.

El mes pasado, sin ir más lejos, me cogieron entre todos y me maniataron. Me inmovilizaron. El coche de mi padre se quedó pequeño ante las patadas y cabezazos que propinaba a los asientos en general y a alguno de mis hermanos en particular. ¡Piedad! ¿No veis la angustia que me provocáis? La ira había hecho añicos el estado de semiinconsciencia en que me sumían los medicamentos que mi madre camuflaba en el desayuno con la habilidad de un farmacéutico. Sentí, durante el trayecto, que mi cuerpo abandonaba el auto. Pero no era así, la situación seguía desarrollándose en su interior tan tensa como antes. Tráfico, semáforos, peatones, giro a la izquierda, vuelta a la manzana..., manicomio. Allí me dejaron, como un despojo humano. Despersonalizado y con la moral besando el suelo. Medicamentos, enfermeras, sala de usos múltiples… No sabía, no entendía por qué lo hacían. ¿Qué o quién habrán visto en mí? Según me diría más tarde el doctor, pienso, estoy convencido de que no soy nadie, en otras palabras… no me concedo la importancia que merezco, tengo que aprender a quererme a mí mismo, me aíslo de la sociedad y hablo solo. No entiendo por qué dicen eso, si en realidad es una costumbre que no practico desde mi más tierna infancia, cuando me leía yo mismo los cuentos en voz alta, en la soledad de mi habitación, entre luces y sombras que no me gustaban un pelo y de las que no quiero ni acordarme y, en algunas ocasiones, entre caricias abrasivas y abrazos húmedos de mi padre, que nunca se acostaba sin visitarme previamente. A partir de entonces, no recuerdo escuchar mi propia voz más que en algún momento puntual, de esos que todos tenemos, en los que pensamos en voz alta, pero nada más. ¿Qué se creen? ¡Ni mucho menos llego a la psicosis! No obstante, si tuviera que hacer caso de las afirmaciones de mi familia, pensaría que lo hago a diario, y ya no solamente cuando me encierro en mi cuarto, sino delante de las demás personas. Dicen que me arranco a contar una historia sin dirigirme a nadie en concreto, incluso pongo diferentes tonalidades a los personajes en cuya piel me introduzco. Estoy desconcertado, Candela, tengo miedo. Si lo que comentan es cierto, ¿qué pensará la gente cuando me escucha?

Ahora, necesito tu ayuda, que me aconsejes, me abras tu enorme corazón y tus brazos, me ofrezcas tu hombro y me digas lo que piensas al respecto. Que te pongas de mi lado aunque sólo sea por una vez en la vida. Que te preocupes por mí. ¿Crees que necesito tratamiento psicológico, tal vez reafirmar mi personalidad, o quizá abrir los ojos al mundo y dejarme de tonterías? Pero, cariño, no son tonterías. Si nos encontramos ante la verdad, son cosas muy serias. De lo contrario se trataría de una conspiración que alguien habría urdido para desequilibrar mi mente, según dicen taladrada por insanas esquirlas de demencia. A veces siento que los planetas en su conjunto, ¡cómo se puede ser tan perverso!, se alinean y me estrechan el cerco. Les grito. Me enfado con ellos y siento una zozobra creciente e insistente que trepa por mi esófago con la agilidad de una araña y aniquila sin más mi garganta. Otras veces me siento solo, no lo puedo evitar, pero podría asegurar que nunca me he visto en la situación de irrealidad de la que se me acusa. Es más, me considero más cuerdo, ¡dónde va a parar!, que muchas de las mal llamadas personas normales.

Volviendo al tema principal, me dejaron en la unidad de agudos, donde me tuvieron tres días rellenando un impreso tras otro, cinco, diez, veinte, ¡montañas de tests!, haciéndome unas entrevistas cuyas preguntas no entendían ni ellos mismos y, ¡Dios me asista!, medicándome a todas horas. ¡Un horror! Me sentí lapidado como una mujer acusada de adulterio. Impotente. Dormitaba constantemente y el sopor me impedía pensar, ni siquiera me permitía sentir las emociones más elementales. Mi padre me visitó, sí, ¿y para qué?, acompañado de la santa de mi madre, ambos con esa cara de buena voluntad que ponían cada vez que iban a verme, ¡puro teatro!, pero no tuve fuerza ni para levantarme a saludarlos. ¿Acaso él no se acordaba de los ratos que pasaba a mi lado antes de que yo consiguiera dormirme? ¡Qué olvidadizo se ha vuelto! Y tú, Candela, la única que no apareciste por allí, nunca lo habría imaginado de ti, tanto como dices que me quieres… Ni una vez. Necesitaba estar contigo, tocarte, hablarte, abrazarte. Necesitaba cobijarme en ti, en los besos que me dabas cuando nos encontrábamos a solas. ¿Por qué no tuviste esa pequeña atención conmigo? Lo pasé muy mal, vida mía, sentí la soledad muy cerca. En mi propia cama. En mis propias carnes. Menos mal que sólo fueron tres días, ya que al cuarto me dieron el alta, por supuesto después de recetarme un armario de medicamentos. Lo que el doctor no sabe, ni mi familia tampoco, es que las cajas están intactas, sin empezar. En el pedestal del olvido. ¿Para qué voy a ensuciar mi estómago con unas pastillas que ni me hacen falta ni me sientan bien? Sería absurdo, ¿no crees? Y los efectos secundarios…, perder el control de mi voluntad…, babear constantemente…, comportarme como un demente… De todas formas ya estoy curado de espantos y me va dando igual lo que piensen de mí, total, si no se bajan del burro…, no voy a convencerles a estas alturas para que dejen de creer que mi cabeza no rige como debiera... ¿Qué más da…? ¿Y las suyas, Candela, funcionan bien sus seseras? Solamente te pondré un ejemplo, mi padre se pasa la vida gritando a mi madre, tratándola como a un animal, flagelándola con sus palabras puntiagudas y directas. Ella, claro está, se defiende con sus respuestas mordaces y cada vez que puede pasa la pelota a mis hermanos, que arremeten contra mi padre, a veces físicamente, y se arma en casa, como no podía ser de otra manera, la de Dios es Cristo. ¡La de Dios es Cristo! Por favor, ¿cómo hemos llegado a esta situación? Los moratones y arañazos no son extraños entre los miembros de mi familia… los cuerdos… como ellos mismos se denominan. A veces pienso que deberían encerrarlos a todos, no a mí, que ya he sufrido cinco ingresos y, según me repiten una docena de veces al día, no he experimentado mejoría evidente.

Candela, bonita, lo único que deseo es que sepas lo mucho que te quiero y que me visites más a menudo, sobre todo cuando me encierran en esa sala donde me encuentro con seres muertos en vida cuyas miradas languidecen antes de llegar a su objetivo. Ahora, cariño, tengo que asearme y vestirme para acudir a la consulta del doctor. Te espero mañana. Candela… pero… ¿Por qué no me contestas? ¿Dónde estás? ¡Candela!

 

Granada, Noviembre de 2011

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