El escodite de Grisha

Imagen de Óscar Bribián

Reseña de la novela de Ismael Martínez Biurrun publicada por Salto de Página

 

El escondite de Grisha es la cuarta novela de Ismael Martínez Biurrun. He leído todas ellas, en riguroso orden de salida, y una vez más compruebo que Ismael nos ofrece una historia de emociones fuertes, personajes en busca de respuestas y carreras a contrarreloj.

La novela tiene su inicio en el apaciguado ambiente de una biblioteca, aunque el itinerario sigue por calles madrileñas, oscuros prostíbulos, desvencijados apartamentos, aeropuertos europeos, granjas ucranianas y hostales franceses.

El protagonista, narrador a su vez, es Olmo, un gigante zancudo de dos metros, bibliotecario recién incorporado a una biblioteca pública, el cual me recordó vagamente, en esos inicios de presentaciones y expresión atónita de sus compañeros, al personaje de la película Big Fish, de Tim Burton. El otro personaje, en el que recae la mayor relevancia, es Grisha, en sus dos vertientes (ya lo entenderán cuando lo lean), un introvertido niño con un estremecedor pasado y la extraña capacidad de escribir en cirílico, un idioma que desconoce, durante los arrebatos que le hacen garabatear en una libreta, poseído por una suerte de comunicación extrasensorial que a medida que avance la trama terminará por resolverse.

Del elenco de personajes secundarios destacaría especialmente a Patricia, una solitaria inspectora de policía, experta en mafias rusas, que rehuye las relaciones de pareja estables; Ricard Amer, dueño de varios prostíbulos y negocios turbios; el enigmático Babka, cuyo tatuaje siempre está presente en la retina de los protagonistas, y Euge, amigo del que Olmo perdió el contacto.

De todos estos personajes mencionados, muy bien escogidos para interpretar la historia, intuyo la predilección de Martínez Biurrun por autores de la talla del magnífico Bradbury. Tatuajes extraños en la piel de personajes malvados, una pátina de nostalgia en el ambiente, niños que maduran ante la adversidad y reflexivos tutores con singulares afecciones son características también comunes en el maestro estadounidense.

Así, como en algunas historias de Bradbury, Ismael juega con los fantasmas y las metáforas, la parapsicología y la psicología para tejer una historia compleja con diálogos acertados y bellas imágenes. Capaz de descripciones sencillas que trasmiten cuanto desea (“Viene hasta la cama y se sienta al estilo indio ante mí, con la taza en el regazo, como si yo fuera su programa favorito de televisión”) o retratos precisos (“Visto de frente, el rostro de Emilio es como un cuenco de arcilla roja en el que bailan dos guijarros grises, inexpresivos.”).

El primer incidente en la biblioteca, con los liquidadores, planta la semilla de la incertidumbre, y desde entonces el enigma domina la trama hasta alcanzar el domicilio de los Matsyuk, y más allá.

Recuerdo momentos memorables, como la descripción del gigantesco sarcófago de Chernóbil, o el escalofrío que sobrecoge a la agente de policía cuando reconoce a los tres personajes en un dibujo que les enseña Grisha. Puedo asegurar que yo también sentí ese escalofrío.

A esta notable novela solo voy a ponerle un pequeño inconveniente que no lastra su lectura, ni mucho menos. La desgarradora conversación entre el protagonista y uno de los personajes más importantes, previa al punto de inflexión que cerrará la primera parte del libro, se me antoja una escena un poco forzada, aunque el giro que supone, cuando empieza a descubrirse la verdadera identidad de Olmo, consigue hipnotizarme hasta el final.

Por todo lo anterior, no me equivoco al considerar que esta última obra afianza un poco más al autor como uno de los referentes insoslayables de la literatura fantástica en castellano.

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